Alcides Herrera
Miami 11-01-2012 - 6:00 pm.
'Miranda era famoso en Banao, no solo porque cosechaba los ajos y
cebollas más grandes del pueblo, sino por su definitivo parecido a Fidel
Castro.'
Cuando el verdadero Fidel Castro murió, en 1986, tras su cómico discurso
en Sancti Spíritus, pueblo que odiaba, pueblo que le devolvía ese odio,
Raúl brindó temprano, mezclando alegría y nerviosismo, para después
dormirse. Mientras aquel primer Comandante hablaba, alguien entre la
multitud le enseñó el protagónico dedo del medio (he aquí el origen del
infarto) y desapareció entre los demás enguayaberados sin dar
oportunidad de que lo fusilaran al amanecer. (Se quién fue y no lo diría
aunque me torturen; sé quién fue y nadie me ha ofrecido dinero por decirlo.)
Raúl despertó como a la una de la mañana. Tenía a su gente esperando.
Alguien que describiríamos como un tipo atlético, le sirvió un vodka con
hielo apenas le vio abrir los ojos y reconocer esa expresión tan
familiar. –¿Y ahora qué carajo hacemos?– dijo Raúl, y se empinó el vaso.
–Desayunar, mi general.
Miranda era famoso en Banao, no solo porque cosechaba los ajos y
cebollas más grandes del pueblo, sino por su definitivo parecido a Fidel
Castro. Barbado, del mismo tamaño, nariz y edad; Leo también. Desde 1959
esto había causado gracia a los otros guajiros. Miranda, como los demás
hombres de la zona, por muchos años frecuentó el bar Soledad durante los
meses que siguen a la cosecha. Había aprendido a imitar la voz de Fidel
Castro a la perfección. Si le faltaba ron, repetía pedazos de "los
discursos" o los improvisaba. Tras rellenarle el vaso, la gente lo oía
sin reírse, sin interrumpir, pues parecía que el mismísimo Comandante
estaba entre ellos. (Miranda había conseguido un uniforme verde-olivo,
una gorra, un tabaco perenne; el antiguo dueño del bar, ahora su casi
feliz administrador, le dejaba golpear la mesa con el puño en momentos
de énfasis.) La noche del 26 de julio de 1986 vieron a Miranda por
última vez en el bar Soledad. Y en todo Banao, en Sancti Spíritus, en
zonas aledañas.
Lo despertó un ruido infernal. Tenía a mano la botella de leche
semicongelada que su resaca demandaba, y tuvo tiempo de beber un poco.
Unos tipos grandísimos lo arrastraron hasta uno de los jeeps que afuera
iluminaban la finca, la noche. —Parece que la Revolución te necesita,
Miranda, compañero— dijo una voz que no parecía la de un imitador de
Raúl Castro.
Lo peor es que tuvo que tomar muchas clases después de viejo, todo tipo
de clases, y subirse a helicópteros y aviones. Sin embargo, al año ya
Miranda suplantaba con naturalidad y gracia al Gran Difunto, sabía que
Marx y Engels no eran el mismo tipo —un pecado común entre campesinos y
profesores de marxismo—, y hasta dio discursos y se entrevistó con
varios mandatarios de los que no saben español, van por la foto y
dignifican así partes de Africa.
Aunque no le faltaba nada, al principio lo trataron como a un niño o un
ratón blanco. Pero este guajiro no era bobo, como nadie en Banao.
Conciente de su nuevo poder, que le hacía casi invulnerable (¿dónde iban
a conseguir otro Fidel?), empezó a tratar con autoridad, y a veces con
despotismo, a sus "subordinados". Entre ellos, sus preferidos eran los
que no sabían que el verdadero Fidel Castro había muerto y en realidad
estaban frente a Miranda, cuyo único logro era cosechar (haber
cosechado) los ajos y cebollas más grandes de Banao. Después se reía y
les pedía perdón. Algunos noches se emborrachaba con Raúl y hacían
cuentos. Ya en nota, el General abrazaba a Miranda y lo besaba —cosa que
nunca pudo hacer con el Verdadero—, diciendo: "No puedo creerlo: eres
cagaíto a Él". Y otras veces, la mayoría quizás: "No puedo creerlo:
mando yo".
En Banao, a 20 años de la desaparición de Miranda, aún lo extrañaban. Ya
no en el bar Soledad, que ardió misteriosamente la madrugada del primero
de enero de 1987, sino en los distintos garitos de mala muerte que lo
suplantaron. También en el surco: donde el ajo, la cebolla, ya no eran
tan grandes.
Algunos decían que Miranda descubrió que era maricón y se había mudado a
La Habana. Otros, que le detectaron "un" cáncer y, como era hombre a
todo y no tenía familia, se internó en el Escambray para morir allí y
rebelarse contra sí mismo. Al menos una persona en el pueblo estaba
segura de que los extraterrestres se lo habían llevado. Solo Heriberto
Pérez, que arrastró a Miranda desde el bar Soledad hasta su casa, le
quitó las botas y lo acostó —la noche fatídica del aquel 26 de julio de
1986—, sabía la verdad. Borracho también, sabiendo que no sería capaz de
despertarse a las cinco y media de la mañana —como hacía Miranda, a
quien normalmente ayudaba en el surco de lunes a sábado—, Heriberto
Pérez decidió armar su hamaca junto al arroyo del fondo, a pocos pies de
la casa, y evitarse ir hasta la suya, que no estaba muy cerca, y también
darle un chance a su caballo, a quien por sana diversión le habían dado
aguardiente y andaba un poco errático. Desde allí pudo ver cómo los
militares se llevaban a Miranda, que gritaba: —Debo un gallo, debo un
gallo. Cuando se fueron, Heriberto Pérez encontró entre la yerba media
botella de leche casi fría y se la tomó.
Por casi veinte años, Miranda hizo lo que le pidieron. Aunque lo
mantenían al margen de las decisiones y no le dejaban leer el Granma, a
él le importaba poco: amasó una fortuna suficiente como para comprar
Banao y llenarlo de vacas de Canadá, las mejores. Los familiares del
verdadero Fidel Castro se encariñaron tanto con él, que no sólo le
permitieron ayudar con los nombres de "sus" nuevos descendientes, jugar
con ellos, salir en videos caseros, sino que hasta le dejaban permanecer
con el control remoto en las noches, algo que nunca le fue permitido al
Fidel Castro real. Sin embargo, las reuniones con Raúl se hicieron más
esporádicas. El verdadero gobernante en la sombra estaba aún resentido
con su difunto hermano, y "el Nuevo" se lo recordaba con gravedad. A
Miranda le gustaban el ron y la cerveza; a Raúl, el vodka: iban a
terminar peleándose y ambos lo intuían. Ocurrió en el 2006. Esto dijo
Miranda, y falló: —¿Y por qué "Fidel" no se acaba de morir, tú das la
cara y puedo regresar por fin a Banao, eh, tú?
Lo próximo que recuerda Miranda es que despertó en una bonita sala de
hospital, llena de gente amable, y que le habían desviado el culo. —Debo
un gallo— dijo, y su enfermera sonrió.
Esta narración apareció originalmente en tumiamiblog. Se reproduce con
autorización de los autores de ese blog.
http://www.diariodecuba.com/de-leer/el-doble-miranda-y-fidel-castro
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