27 de noviembre de 2014

Cuba 1958 ¿el eslabón más débil? (II)

Cuba 1958: ¿el eslabón más débil? (II)
Segunda y última parte de este artículo
Alejandro G. Acosta, México DF | 26/11/2014 4:39 pm

Es un hecho evidente que, salvo muy contadas excepciones, Fidel Castro
logró condensar ese malestar generalizado existente en la sociedad
cubana, y ubicarse como el símbolo de una voluntad de renovación
nacional, con un programa francamente liberal, expuesto en la primera
redacción —ha sido "editado" después— del alegato histórico ante el
tribunal que lo juzgó por concebir y realizar los sorpresivos ataques
contra los establecimientos militares de Santiago de Cuba y Bayamo. Lo
incluido en ese documento parecía llenar las expectativas de la mayoría
de los ciudadanos: exaltación del civismo, pureza de ideales,
patriotismo, compromiso con los pobres, reconocimiento irrestricto de la
libertad individual, respeto a las leyes… Para decirlo en una sola
expresión: hacer cumplir la Constitución de 1940 hasta en sus más
pequeñas letras. Así pues, recibió una simpatía generalizada la cual
posibilitó, por una parte, se pidiera clara y reiteradamente desde los
medios de prensa la liberación de él y sus compañeros (sin ninguna
represalia gubernamental por ello), y por otra, que el gobernante
Fulgencio Batista, pasado un tiempo, consideró que ya había perdido
peligrosidad: fue liberado. Sale de su "prisión fecunda" (tan fecunda,
que de los 22 meses cumplidos de una condena total de 10 años, nos ha
legado hasta un recetario de gastronomía gourmet) con el aura del
martirio rodeando su figura, y continúa con un empeño verdaderamente
asombroso, su prédica entonces democrática desde el exilio, desde donde
prepara su regreso armado.
Cuando con la renuncia de Fulgencio Batista y su traspaso de poderes al
general Cantillo en la noche del 31 de diciembre de 1958 se cierra una
época en la historia republicana de Cuba, Fidel Castro asume, por
aclamación, el poder en la Isla. El desbordado y auténtico clamor de
apoyo y alegría por esto se condensó en una frase que fue fijada en
muchos hogares cubanos: "Fidel: esta es tu casa". Él, por su parte,
reafirmó en sus inaugurales declaraciones y discursos la voluntad de
renovación democrática del movimiento, y prometió elecciones
completamente libres, multipartidistas y legales en 18 meses. Salvo
algunos muy comprometidos con el gobierno anterior, es innegable que
este fervor fue compartido por la casi totalidad de la sociedad cubana:
ricos, medianos y pobres; blancos, negros y mulatos; hombres, mujeres y
hasta niños; cultos e iletrados… todos abrieron sus puertas para que
bendijeran los hogares con su presencia apostólica los hirsutos barbudos
bajados de la montaña un 6 de enero, mientras se oía cantar "¡Que viva
Cuba,/ vida Fidel. Y todos los que lucharon/ junto con él!". Circuló
mucho entonces aquella imagen del líder victorioso, verdadero retrato
áureo, de medio perfil, los ojos levantados al cielo como en oración y
con gesto ascético, y detrás una destellante aureola, con la frase: "Nos
casaron con la mentira. Por eso parece que se hunde la tierra cuando
oímos la verdad". Y debajo, para apoyarlo canónicamente, José Martí
aseveraba: "La palabra es para decir la verdad, no para encubrirla". La
apoteosis.
Sin embargo, los hechos estuvieron muy distantes de los dichos, como
sabemos. Hombre de poderosa personalidad, con atributos físicos entonces
notables —voz, facundia, estatura, perfil, ademanes, oratoria encendida,
simpatía arrolladora cuando lo desea— y animado por la convicción total
de sentirse elegido por el designio inapelable y justificatorio de la
Historia (a la que antes había invocado en su juicio), Fidel, ya
victorioso, se convirtió en Castro… Quizá fue desde antes, cuando con 10
años le escribía una plausiblemente pueril carta al presidente Roosevelt
para pedirle $10… Pero pongamos esta fecha, a falta de otra mejor.
Debemos reconocer que Fidel Castro es uno de los individuos más
carismáticos de la historia, lo cual ha posibilitado que, junto con su
inteligencia, sagacidad e imperturbabilidad para tomar decisiones, ocupe
un sitio destacado en los anales mundiales. El embrujo y la capacidad de
seducción de que hizo despliegue han sido reconocidos —y experimentados—
tanto por partidarios como adversarios. De este fenómeno de magnetismo
ha dado numerosos testimonios en varias de sus obras un escritor que fue
muy cercano a él, como Norberto Fuentes, hoy en una melancólica pero aún
admirativa lejanía. No es el único. Ese largo viaje desde antes de 1959
hasta el presente señala a Fidel Castro con la excepcional condición de
ser hoy el último mito vivo del siglo XX.
Los estudiosos del tema han tratado de definir lo indefinible al
enfrentarse con el fenómeno del carisma. ¿Qué es y cómo medirlo? ¿Qué
efectos —positivos y negativos— puede tener? ¿Se nace o se hace
carismático? Como el asunto pertenece al más profundo sustrato de la
psicología individual y la de multitudes, resulta no sólo difícil de
definir sino casi imposible de explicar. Sin embargo, nadie puede negar
que es un fenómeno existente en la Historia. Y sólo puede definirse a
partir de los mismos ejemplos históricos.
Personas carismáticas han sido unas pocas a través de los tiempos: un
carpintero galileo, un príncipe hindú, un camellero árabe… que después
la biografía de la humanidad ha conservado devotamente con los nombres
de Jesús, Buda y Mahoma. Pero también ha habido otros como un sargento
corso, un fracasado pintor austríaco y un herrero italiano, que la
historia, temblorosa, nos ha legado como Napoleón, Hitler y Mussolini.
De acuerdo con sus preferencias personales, cada quien podrá ubicar en
uno u otro grupo de estos carismáticos personajes al cubano.
Fidel Castro condensó en un primer momento ese sueño de plenitud y esa
voluntad de renovación que prendió, como resultado de muy diversos
factores, en la sociedad cubana. Y supo también desde el primer momento,
como la persona sagaz y penetrante que sin duda alguna es, que ese
sentimiento sería pasajero. El amor de las multitudes es caprichoso y
breve como un suspiro. Napoleón, en su cárcel africana de Santa Helena;
Hitler, acosado en su bunker berlinés y Mussolini, colgado de un gancho
en una gasolinera de Milán, lo supieron.
Hombre no sólo con voluntad de Historia, sino sintiéndose parte de ella,
en esos primeros momentos de plena realización personal, Fidel advirtió
con perspicacia y astucia que todos los bienes humanos son pasajeros,
como se cuidaron de advertirle temprana e insistentemente sus maestros
jesuitas con sus ejercicios espirituales ignacianos. Y entonces brotó
ese Castro que había estado presente desde antes en su interior, pero
adormilado y esperando el momento idóneo para revelarse (Apocalipsis =
Revelación). En lugar de imitar aquellos reyes medas que asignaban a un
súbdito de su corte que a cada rato musitara respetuosamente en su oído
la frase admonitoria "recordad que eres humano, no divino", procuró
alejar a cualquiera que le molestara con ese molesta advertencia y se
rodeó de incondicionales. Sé que esto tomó por sorpresa a muchos de sus
más cercanos colaboradores entonces. Estudioso de los clásicos como
siempre ha sido, quiso cuidarse de aquella queja de Pericles ante la
ingratitud de sus ciudadanos: "¿Os cansa recibir siempre los bienes de
la misma mano?" (Al menos, antes de morir después de haber sido
despechado y agredido por sus conciudadanos, Pericles tuvo la
satisfacción de declarar: "De mis triunfos, el que más aprecio es que
ningún ateniense vivo ha tenido que vestir luto por mi causa").
Debe considerarse además la excepcionalidad del momento histórico que
vivió Cuba en 1959: no sólo el carismático Fidel Castro, sino el
fotogénico Ernesto Guevara, el simpático Camilo Cienfuegos, el jovial
Juan Almeida, el aristocrático Faure Chomón, el atildado Hubert Matos…
Era un cortejo de dioses, vitales y triunfales.
Fue una verdadera constelación que encantó y fascinó no sólo a Cuba sino
al mundo. El vitalismo de los sobrevivientes, pero también el magnetismo
de los fallecidos, operó como una seducción efectiva: imágenes casi
santificadas de Abel Santamaría, René Ramos Latour, Frank País, José
Antonio Echeverría y Juan Manuel Márquez, entre varios más, fueron
configurando un martirologio estético conmovedor y poderoso. Vean los
rostros y las figuras que aparecían constantemente en la prensa y en la
televisión, recuerden las mil anécdotas —todas celebratorias— que
circulaban por doquier. Así se fue formando un efectivo sistema de
persuasión que no sólo apelaba a lo racional, sino aún más a lo
emocional. Todos fueron (fuimos) "encandilados". Resultó una efectiva y
bien lograda operación de mercadotecnia política, quizá no consciente
pero sí profunda, que no dudó cuando fue necesario emplear sin reservas
ni escrúpulos la "manipulación de la historia" (alteración de fotos, de
datos, de sucesos). Pocas veces en el mundo se agrupó semejante conjunto
de hombres con tan indiscutible atracción personal y colectiva, con tan
irresistible magnetismo animal. Y hasta con implicaciones religiosas
—como la de la blanca paloma posándose bien entrenada en el hombro del
orador— o en la alteración de frases PÚBLICAS que después se "grabaron"
en el subconsciente (como aquel "¿voy bien, Camilo?" que en realidad
fue, por problemas con el micrófono, "¿se oye bien, Camilo?"). El mundo
sonreía tolerante y complacido, dispuesto a perdonar y olvidar
cualquiera de sus "travesuras" a esos encantadores y guapos jóvenes
idealistas, que habían desplazado a un sujeto de aspecto desagradable y
culposamente mestizo como Batista. Hasta impusieron modas: las melenas,
copiadas por los Beatles, y las mujeres milicianas, usando pantalones
hasta entonces privativos de los hombres. Fue el pináculo de la gloria
revolucionaria —plásticamente concretado en un cosmopolita Salón de
Mayo— y todo el mundo quedó arrobado con las imágenes que procedentes de
la pequeña isla inundaban los grandes titulares del planeta, que hasta
entonces si acaso sabía algo de ella era por el ron y los habanos. Y
quizá por Desi Arnaz. Aquella pléyade de barbados revestidos de un color
verde oliva intenso, poblaron el imaginario del mundo y se convirtió en
un fenómeno de encandilamiento casi erótico.
Si queremos hacer un ejercicio de comparación y contraste, véanse los
rostros de los líderes de la revolución sandinista (Tomás Borge, los
hermanos Ortega, etc…) y se apreciará la enorme diferencia con el
fenómeno cubano. Fue, no dudarlo, un momento excepcional. E irrepetible.
Aunque replicable.
Lo cierto es que por diversas razones que podrán comentarse más
puntualmente, la clase o sector directivo en la Isla sufrió una suerte
de desvanecimiento suicida y perdió el rumbo. Con una persistencia
asombrosa, el sector pensante y actuante se agotó en estériles disputas
y cometieron un error grave tras otro, los cuales fueron capitalizados
hábil y certeramente por su oponente, con admirable sagacidad y
precisión. Como sucedió antes en otras revoluciones, pero especialmente
en la francesa y la rusa, los grupos iniciales más influyentes fallaron
en su cometido histórico y no supieron defender sus valores y propósitos
de forma efectiva. Lo cual no quiere decir que no haya habido oposición,
que la hubo y valiente, pero fracasada.
Alejandro Magno vivió 32 años; Julio César, 55; Napoleón 51; Mussolini,
61; Hitler, 56… Fidel tiene hoy 88 años. Decía Píndaro que "los amados
de los dioses mueren jóvenes". Y quizá esa ha sido la peor condena a la
larga de Fidel Castro, tan amante de la historia: mientras él hoy es un
anciano lógicamente debilitado por los años y los achaques naturales, y
esta última será la imagen que se preserve a la larga, la de su antiguo
oponente, el asesinado presidente norteamericano John F. Kennedy, será
siempre la del juvenil estadista eternamente joven que fue baleado en
Dallas.
Decidido a conservar el poder por cualquier medio como reafirmación
personal y sobre todo como instrumento para llevar a cabo lo que
entendía como SU proyecto de renovación y superación nacional, Fidel
Castro actuó con la eficacia y precisión de un felino acosado: se hizo
confesamente comunista, como pudo haberse convertido en fascista si
hubiera sido el momento anterior a la Segunda Guerra Mundial (en prisión
leía más a Primo de Rivera y Hitler que a Marx y Lenin). El poder lo
justificaba todo y lo justificaba ante él mismo. Y el Poder absoluto era
la puerta para la Historia eterna. Quienes no lo entienden así no acaban
de comprender su personalidad, ajena a "las decoradas pulgas armadas de
regalos": eso queda para los otros, los inferiores a él, a quienes deja
comer migajas mientras no se acerquen demasiado a la peana de su trono
en la Historia.
No fueron las condiciones económicas y sociales publicitadas como de
penuria las que determinaron la revolución democrática liberal que
condujo a la destitución de Fulgencio Batista. Cuba tenía para ese
momento uno de los mejores y más envidiables niveles de desarrollo tanto
continental como mundial en algunos aspectos. Fue un estado general de
conciencia colectiva, que se anidó en la mayor parte de las voluntades.
Ese "asalto al cielo" resultó una caída en el infierno, por la presencia
de un hombre excepcional que manipuló esa simpatía y ese magnetismo que
poseía, para conducirlo a un propósito que entendió como superior: la
realización de una voluntad, la suya. Estoy convencido que en su fuero
interno, hoy y siempre, Fidel Castro no tiene ni la más mínima duda de
que todo cuanto ha hecho ha sido y es por el bien del pueblo cubano y de
la humanidad.
Paradojas de la historia: las revoluciones, expresión de un estado de
conciencia colectiva de insatisfacción y de rencor, instigadas,
conducidas y finalmente capitalizadas por individuos, han estallado
muchas veces en contra de los gobernantes menos represores: la
Revolución Francesa le reventó al débil, tolerante y casi liberal Luis
XVI que convocó a los Estados Generales en lugar de a su ilustre
antepasado el absolutista Luis XIV, que los suprimió. La Revolución
Rusa, la de Kerensky, le explotó al indeciso Nicolás II que convocó a la
Primera Duma y dictó una amplia Reforma Agraria, en vez de a su padre o
su abuelo, autócratas monolíticos. La primera y la segunda fueron
comenzadas por los girondinos y los mencheviques, pero las terminaron
los jacobinos y los bolcheviques, que a su vez después terminaron
exterminándose entre ellos. Parábola ejemplar e implacable.
Creo en definitiva, que los cubanos fuimos víctimas de un terrible
sortilegio. Es cierto, por una parte, que había una situación general e
íntima de insatisfacción, la cual ofreció el ambiente propicio para que
germinara esa simiente de frustración y los ardientes deseos de
purificación. A pesar de que Cuba era para 1958 una de las primeras
economías en América Latina —y que competía aventajadamente con otras de
Europa— aún había carencias, en gradual proceso de solución y respuesta,
pero la impaciencia prefirió tomar por otro camino, más veloz y
supuestamente más directo y certero: el sendero corto al desastre. Al
mismo tiempo coincidió -un pathos dramático- con el período más agudo de
la llamada "guerra fría" y, de forma definitiva a mi modo de ver, la
presencia de un sujeto carismático con la decidida voluntad de marcar su
huella en la historia a cualquier precio. Esa fue nuestra trampa. Esta
ha sido y es nuestra condena.
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A Luis XVI le achacaron todo lo negativo, desde su aspecto poco regio
hasta su pasión por ser obrero relojero; a su mujer, María Antonieta,
los libelistas de la época la acusaron de las vilezas más abominables.
Cuando se trata de denigrar, todo se vale. Y en Cuba sucedió algo
parecido, como describe la supuesta carta del suicidado director de
Bohemia: esa es la responsabilidad de todos los que, por activa o por
pasiva, por comisión u omisión, de obra o pensamiento, contribuyeron
(contribuimos) para crear el caos que derrumbó un orden, precario, sí,
imperfecto, también, pero perfectible como el de la República cubana de
1902 a 1958. Cada día se abre paso con más firmeza la convicción
compartida por muchos, de culposa reflexión por no haber explorado más
decididamente la variante civilista para enfrentarse contra el
batistato. Fuimos seducidos colectivamente por el estruendo de las
armaduras, las espadas y las trompetas de batalla. En poco tiempo, Cuba
habrá cumplido más tiempo de vida como sólida dictadura que como
renqueante república democrática. En la primera etapa, más de 16
gobernantes en 56 años. En la segunda, sólo dos en el mismo tiempo y
ambos hermanos. Quizá algún día, si podemos sobreponernos a nuestros
vicios, enmendar nuestros grandes defectos y ejercitar responsablemente
nuestras virtudes, podamos pensar en una Segunda República de Cuba, esa
sí, finalmente, después de tantos errores, por fin "con todos y para el
bien de todos".

Source: Cuba 1958: ¿el eslabón más débil? (II) - Artículos - Cuba - Cuba
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