Fidel Castro: Vida y muerte de un narcisista
Era un narcisista de libro de texto pero, además, se sentía capaz de
realizar las mayores hazañas y tenía la audacia para intentarlas. Eso
formaba parte de su grandiosa autopercepción
CARLOS ALBERTO MONTANER
26/11/2016 07:04h - Actualizado: 26/11/2016 12:06h.
Muerto Fidel Castro, tibio todavía su cadáver, surgen varias preguntas
urgentes. ¿Cómo fue posible el castrismo? ¿Por qué Cuba se convirtió en
la única dictadura comunista de América Latina? ¿Cuál era la esencia de
un régimen que ha durado más de cinco décadas, convirtiéndose en la
dictadura más larga de la historia de América Latina? ¿Habrá un
castrismo sin Castro?
Como resulta inevitable, para entender este excéntrico fenómeno es
preciso remitirse a la historia de la república cubana. Fidel Castro ni
cayó del cielo ni ascendió desde el infierno. Fue el producto de ciertas
ideas y actitudes que existían en la Cuba de sus años formativos. Lo
parió el país, porque la tierra había sido previamente cultivada para
dar esos o parecidos frutos.
Nacido en 1926, a principios del gobierno del general Gerardo Machado,
quien enseguida comenzó a mostrar su dureza y falta de respeto por los
derechos humanos, el niño Castro creció entre los rumores de violencia
que seguramente llegaban a su remota finca de Birán, en el oriente de
Cuba. En 1933, finalmente, y tras cruentos enfrentamientos entre
diversos grupos insurrectos, el dictador huyó del país.
¿Qué herencia política más visible dejaba este episodio? No era,
ciertamente, el amor por la democracia y las libertades, sino el culto
por la redentora violencia revolucionaria. La idea predominante en el
país era que la justicia, la honradez y la prosperidad vendrían de la
mano de unos revolucionarios armados con pistolas e iluminados por la
voluntad de guiar al pueblo hacia un destino fulgurante.
A la espera del Mesías
Nadie, o muy poca gente, pensaba entonces en la importancia de las
instituciones o en el Estado de Derecho para enderezar el país. Se
esperaba la llegada de un Mesías revolucionario. Se buscaba un líder
salvador. Para algunos era Grau, para otros, Chibás o hasta Batista. Esa
–el mesianismo– era una actitud muy generalizada en la sociedad cubana.
Mala cosa para construir una democracia respetable. Pero junto a ella
había otras creencias que comenzaron a abrirse paso rápidamente: el buen
revolucionario no solía tener el menor respeto por la propiedad privada.
En los años treinta, en Cuba y en todas partes, se extendió la creencia
de que la pobreza de una parte sustancial de la sociedad se debía a los
bienes que otros poseían. Lo que uno tenía siempre se lo había quitado a
otro. El capitalismo era sustancialmente depredador. Eso no quiere decir
que la sociedad suscribía la cosmovisión marxista, mucho más compleja y
elaborada, sino que se había popularizado un juicio sumario contra la
economía de mercado y el «estado burgués». Ser revolucionario, pues,
consistía en distribuir la riqueza existente entre los desposeídos.
A la incriminación general del capitalismo, en Cuba se añadía un
componente internacional: quien con mayor avidez y codicia representaba
esas fuerzas explotadoras era Estados Unidos, primer inversor extranjero
en la isla. Desde los años veinte se oye en Cuba, de manera creciente,
el clamor contra el imperialismo yanqui en el terreno económico. Para
algunos cubanos –tal vez para muchos– la tutela norteamericana era una
forma humillante de injerencia. Otros, en cambio, la veían como una
especie de seguro contra los impulsos autodestructivos de la clase
dirigente.
Gánsters
El tercer ingrediente que nutre la cultura política que le da vida a
Castro es el gansterismo político. Las organizaciones políticas surgidas
al calor de la lucha contra Machado desovaron diversos grupos armados
que se hacían la guerra en las calles, fundamentalmente, de La Habana.
No fueron grandes matanzas –el total de muertos a lo largo de dos
décadas no alcanzó el centenar–, pero imprimieron en la juventud, y muy
especialmente en la que se asomaba a la política, una perniciosa
admiración por los «muchachos del gatillo alegre», como los calificara
un periodista de la época que tradujo del inglés el apelativo de la
banda de Al Capone.
Había pandillas armadas en las universidades y en los sindicatos
cubanos. Había ministros y senadores que se rodeaban de pandilleros.
Todos los partidos políticos -incluidos los comunistas, naturalmente-
tenían sus «hombres de acción», es decir, unos cuadros destacados que
siempre estaban dispuestos a disparar o liarse a golpes contra
adversarios de similar inclinación por la violencia.
Pero lo terrible es que todo esto sucedía en medio de una atmósfera de
adulación y temor que embargaba a casi toda la ciudadanía. Los nombres
de los jefes pandilleros se pronunciaban con respeto. Algunos de ellos
aspiraban al Parlamento y alcanzaban actas de representantes o
senadores. Fidel Castro, en su juventud, perteneció a una de esas
pandillas y protagonizó hechos de sangre como parte de su esfuerzo por
construirse una buena biografía. Un político, para triunfar en esa Cuba,
antes que talento, decencia e ideas, debía exhibir una masa testicular
abundante.
Ahí están los cuatro elementos clave de la atmósfera en que se cría y
respira Fidel Castro: el mesianismo revolucionario, siempre trufado por
el desprecio al Estado de Derecho; la condena del capitalismo como un
sistema explotador causante de graves iniquidades; el antiyanquismo, por
esquilmar a los trabajadores cubanos y por las ofensivas injerencias en
los asuntos internos de la isla; y el culto por la violencia política,
que siempre implica una estructura jerárquica basada en la intimidación
del más débil por el más fuerte y audaz.
A este substrato general, Fidel Castro le agregó sus circunstancias
particulares. Durante su bachillerato, que coincidió con la Segunda
Guerra Mundial, lo educaron los jesuitas falangistas provenientes de la
Guerra Civil española. El mensaje que estos sacerdotes traían no era muy
divergente del de los revolucionarios cubanos: era antidemocrático,
anticapitalista y antiyanqui. Eran los tiempos en que la España de
Franco reivindicaba el resurgimiento de la Hispanidad como la respuesta
latina y católica contra el grosero mundo anglosajón y protestante.
Tampoco era un mensaje que rechazara la violencia. Y todos estos valores
y creencias se instalaban en una personalidad que desde la adolescencia
mostraba los rasgos autoritarios y egocéntricos del tipo de
psicopatología que los especialistas describen como «narcisista». Fidel
era un narcisista de libro de texto pero, además, se sentía capaz de
realizar las mayores hazañas y tenía la audacia para intentarlas. Eso
formaba parte de su grandiosa autopercepción.
No es este el lugar de consignar la historia de la insurrección de
Castro, mas debemos resumirla en un párrafo: en 1952, a pocos meses de
unas elecciones en las que Fidel, por cierto, era candidato a
congresista por un partido socialdemócrata, Fulgencio Batista da un
golpe militar y derroca al presidente legítimo Carlos Prío Socarrás. A
partir de ese momento, como ocurriera contra Machado veinte años antes,
diversos grupos recurren a la violencia para tratar de desalojar del
poder al dictador. Todos –y entre ellos el que crea y lidera Fidel
Castro, el Movimiento 26 de Julio– prometen restaurar las libertades
conculcadas y restablecer la democracia.
Finalmente, la noche del 31 de diciembre de 1958 Batista huye de Cuba y
la oposición se apodera de los resortes del poder. Ocho días más tarde,
Fidel Castro entra triunfalmente en La Habana al frente de sus
guerrilleros barbudos. Su liderazgo se ha impuesto por encima de los
demás grupos insurrectos.
¿Qué se propone hacer Castro? Públicamente, ha renegado del comunismo y
prometido elecciones y democracia, pero secretamente ha decidido «hacer
la revolución». Su radicalización ha sido progresiva desde el asalto al
cuartel Moncada en 1953. En el exilio mexicano ha conocido al Che
Guevara, quien viene del fallido episodio izquierdista del guatemalteco
Jacobo Arbenz.
Su revolución
¿Qué es para Castro «hacer la revolución»? Sin duda, llevar hasta las
últimas consecuencias las premisas que flotaban en el ambiente en que
construyó su visión de la realidad política y social: si el capitalismo
y la empresa privada eran nocivos, había que sustituirlos por el
Estado-empresario. Si los norteamericanos eran unos explotadores que
habían humillado a los cubanos durante décadas, había que echarlos del
país y salir a combatirlos en todos los escenarios. Si la burguesía
cubana era aliada de los yanquis, ¿qué otro trato merecía que la
privación de sus bienes, la cárcel o el destierro? Si la política cubana
había estado plagada por las desvergüenzas y la corrupción, lo correcto
era imponer una sola y disciplinada voz: la de la revolución, es decir,
la de él mismo auxiliado por un partido único.
Ademanes fascistas
¿Cómo podía calificarse Castro en el terreno ideológico? Era un
revolucionario radical, anticapitalista y antiyanqui, dotado de
temperamento y de ademanes fascistas. Sólo que por ese camino, en medio
de la Guerra Fría, se desembocaba en el comunismo y en el modelo
soviético, porque solamente la URSS podía insuflar forma y sentido en la
banda armada, desorganizada y caótica que había tomado el poder en Cuba,
y servirle de guardaespaldas al régimen frente a Washington.
La reacción de los cubanos ante Castro fue de absoluto e ingenuo fervor.
El Mesías revolucionario había llegado a salvarlos. Y como la ciudadanía
no sentía demasiado respeto por las instituciones, ni entendía la
esencia del Estado de Derecho, porque vivía inmersa y anestesiada por la
cultura revolucionaria, no parecen haber sido muchos los cubanos que se
horrorizaron con los juicios sumarios tras los que se fusilaron a
cientos de militares acusados de asesinatos y torturas al servicio de
Batista.
También es posible que en esos años la mayoría del país apoyara la
incautación de la prensa libre, la intervención de las escuelas privadas
o la confiscación del aparato productivo, atropellos a las libertades
acompañadas por la arbitraria y muy populista reducción de los
alquileres de las viviendas en un 50 por ciento, medida inmediatamente
aplaudida. Era el preludio para luego confiscarlas.
Escasa resistencia
Igual sucedió con el comercio importante y las grandes industrias. Todo
sucedió vertiginosamente entre los años 1959 y 1960; y, aunque hubo
oposición armada y alzamientos campesinos, la verdad es que la
resistencia ante la apisonadora revolucionaria no fue masiva ni
espectacular. Vivir en una cultura revolucionaria había debilitado los
mecanismos defensivos de la sociedad cubana.
El grueso de la oposición más decidida prefirió huir que enfrentarse a
Castro, aunque en el exilio unos mil quinientos jóvenes, organizados por
Estados Unidos, lanzaron la fracasada invasión de Bahía de Cochinos.
Prevalecía entonces la idea de que Washington no podía permitir la
entronización de un satélite de Moscú a noventa millas de sus costas.
Los marines pondrían orden en el alterado manicomio de siempre. Y lo más
prudente parecía ser contemplar estos toros desde la barrera del exilio.
Pero, además de hacer la revolución en el terreno económico y político
de acuerdo con el modelo leninista importado de Moscú, Fidel Castro le
dio otro sentido parcialmente distinto a su gobierno: desde el año 1959
se convirtió en el paladín de la causa comunista en el planeta.
Organizó, financió y adiestró expediciones de insurrectos a medio
planeta. Sentía la necesidad imperiosa de reproducirse. Su verdadero
leit motiv era ése y no la transformación del país.
Su sueño consistía en que en cada rincón del mundo un pequeño grupo de
guerrilleros armados desatara una revolución antiimperialista,
antiyanqui, anticapitalista que repitiera su triunfo político. Su
narcisismo lo impulsaba a tratar de influir en los destinos del planeta.
No se resignaba a ser el abrumado administrador de una pequeña isla
cañera del Caribe empeñada en cumplir con absurdos o quiméricos planes
quinquenales. Castro quería ser Bolívar, Napoleón, Alejandro Magno.
Angola y Etiopía
Para realizarse, Castro necesitaba triunfar a escala planetaria, lo que
le llevó a enviar a decenas de miles de soldados cubanos a las guerras
de Angola y Etiopía durante más de 15 años, conflicto que supera en
tiempo, y probablemente en bajas en combate, a las dos guerras de
independencia que tuvo Cuba en el siglo XIX.
El comandante, en suma, acaba de morir tras una larga enfermedad que lo
apartó del gobierno desde 2006, pero su régimen comenzó a agonizar mucho
antes, en el momento en que Gorbachov desató la perestroika, agravándose
después, en 1989, con la caída del muro de Berlín, antesala de la
desaparición del Bloque del Este, la disolución de la Unión Soviética y
total descrédito del marxismo como referencia teórica.
¿Cómo resistió Castro este cataclismo? Al margen de la ayuda masiva
otorgada por Hugo Chávez, la revolución ha resistido por el mismo
procedimiento que Corea del Norte: no cediendo un milímetro de poder y
no permitiendo la menor disensión en las filas del poder. ¿Podrá Raúl
Castro mantener el mismo rumbo? Supongo que solo por cierto tiempo. El
mesianismo no es transferible y la desmoralización ideológica de la
clase dirigente es total.
Por otra parte, la cultura política que Castro lega es totalmente
diferente a la que él recibió. Con Fidel Castro ha muerto más que un
líder. La cultura revolucionaria también ha llegado a su fin en Cuba.
Esto le abre las puertas a un futuro esperanzador para todos los cubanos.
Source: Fidel Castro: Vida y muerte de un narcisista -
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