4 de agosto de 2012

La revolución congelada

60 años sin democracia

La revolución congelada
Duanel Díaz Infante
Princeton 04-08-2012 - 10:42 am.

Reacio a institucionalizarse, en los primeros 60 el nuevo régimen
procuraba muy particulares modos de gobernación. Un agudo examen de las
dos 'Declaraciones de La Habana'.

"¿Cuáles son, o cuáles serán, las instituciones políticas de Cuba?",
preguntó a Raúl Castro el periodista francés Claude Julien en enero de
1960. "Nuestra institución política —contestó aquel— es el pueblo". En
aquel momento "humanista", la noción de "democracia directa" expresaba
inequívocamente esa resistencia del régimen a institucionalizarse, pero
la misma persistió tras la declaración del "carácter socialista" en 1961.

No será hasta fines de los 70 que se promulgue una nueva constitución;
en la segunda mitad de la década del 60, la idea de la "construcción
simultánea del socialismo y el comunismo" constituyó también una forma
de evitar el problema de cómo estructurar la participación democrática
en la toma de decisiones, algo más propio del estadio socialista, que se
pretendía acortar lo más posible, que del momento propiamente comunista
donde el Estado mismo habría desaparecido. En sus años más
"revolucionarios", la Revolución no tenía legalidad, sino más bien
legitimidad.

Julien recuerda en su reportaje cómo, el 2 de septiembre, en protesta
por la Declaración adoptada por la OEA en San José de Costa Rica, fue
proclamada aquella "Declaración de La Habana" en cuya introducción se
afirmaba que el "pueblo se ha constituido en Asamblea General Nacional".
El documento expresaba "la convicción cubana de que la democracia no
puede consistir solo en el ejercicio de un voto electoral, que casi
siempre es ficticio y está manejado por latifundistas y políticos
profesionales, sino en el derecho de los ciudadanos a decidir, como
ahora lo hace esta Asamblea General del Pueblo de Cuba, sus propios
destinos".

Los derechos del hombre latinoamericano que se proclaman allí están
evidentemente asociados a esta crítica de la democracia representativa,
en tanto esos derechos sociales, más allá de los meramente formales,
serían la condición de posibilidad de una democracia real: "la
democracia solo existirá en América Latina cuando los pueblos sean
realmente libres para escoger, cuando los humildes no estén reducidos
—por el hambre, la desigualdad social, el analfabetismo y los sistemas
políticos— a la más ominosa impotencia".

Este argumento era, desde luego, una proyección de la situación cubana:
no se habían efectuado elecciones porque solo cuando se hubiera resuelto
la "cuestión social" el pueblo sería libre de escoger. Mientras tanto,
hacerlas sería una pérdida de tiempo, lo cual equivalía a retrasar la
gran obra modernizadora acometida por el Gobierno revolucionario:
alfabetizar campesinos, desecar pantanos, higienizar barrios insalubres,
construir escuelas, etc. "Los cubanos —apuntó Sartre en 1960— tienen
prisa por poseer cultivos de tomates y plantas siderúrgicas. Mucho menos
prisa por darse instituciones".

Hacia el final de la "Declaración de La Habana" se contraponía,
nuevamente, la soberanía popular a la política burguesa: "En la lucha
por esa América Latina liberada, frente a las voces obedientes de
quienes usurpan su representación oficial, surge ahora, con potencia
invencible, la voz genuina de los pueblos".

En la Revolución Cubana, esta voz es crucial: si, frente a los dictados
del monarca absoluto, la Revolución francesa proclamaba una serie de
principios recogidos por medio de la escritura —Declaración de los
Derechos del Hombre y el Ciudadano, constituciones de 1791 y 1793—, en
la Cuba de 1960 la auténtica voz del pueblo se contrapone al orden de
leyes escritas y libertades formales de una democracia burguesa donde al
pueblo no se le escucha.

Esta "voz genuina" no es una representación —como el parlamento burgués—
sino una manifestación: es necesario que el pueblo se haga visible,
desplegando su potencia en calles y plazas. No obstante, este soberano,
a diferencia del monarca absoluto, es múltiple, incluso abstracto: la
"voluntad general" ha de hablar con una sola voz, y esa voz es la de Castro.

A propósito de la "Primera Declaración de La Habana", escribía Ezequiel
Martínez Estrada: "Puede que ahora se haya cerrado un circuito, y que no
podamos diferenciar el polo positivo del negativo: que hablar y escuchar
sean un acto indivisible, y que repite lo que todos han pensado. […] Por
lo general, Fidel da forma, explica y detalla lo que el pueblo piensa y
quiere expresar. Es la voz del pueblo, vox Dei" ("Imágenes de Fidel
Castro. Lectura lenta de cuatro instantáneas").

He aquí la aporía fundamental de la soberanía democrática: el paso de
las masas como sujeto (la democracia directa) a las masas como objeto de
la política (la dictadura revolucionaria) equivale a "Fidel" mismo;
"Fidel" es esa diferencia. "¡Con la Revolución y con Fidel hasta la
muerte!", gritaba una de las manifestantes filmadas en un documental de
Tomás Gutiérrez Alea.

Ciertamente, esta "asamblea general" no es ya el "minuto sagrado" que
describía Piñera en su crónica "La inundación", cuando el pueblo fue por
un instante dueño absoluto de la ciudad y la Revolución —esa suerte de
"Diosa Razón" de la Cuba post-1959— no era aún objeto de culto. Si en
ese momento de pura espontaneidad el pueblo se manifestaba sobre todo
por medio de actos violentos —destrucción de parquímetros, cajas
contadoras, etc.—, este otro pueblo, más organizado (justo antes de
comenzar a leer el texto, Castro menciona a las Organizaciones
Revolucionarias Integradas), habla. O más bien, declara. La "voz
genuina" de la "asamblea general nacional" no es, desde luego, la voz
popular que captaron narradores "plebeyos" como Lino Novás Calvo y
Guillermo Cabrera Infante, sino más bien eso que en su estudio de la
Revolución Francesa François Furet ha llamado la "palabra maximalista".

Según la historia oficial, aquel día de 1960 más de un millón de
personas aprobaron unánimemente la Declaración levantando su mano.
¿Quién es el autor, el "pueblo de Cuba", como se indica en la versión
publicada, o "Fidel", quien dio lectura al documento en el acto
multitudinario del cual el registro escrito no alcanza a dar completa
cuenta? Desde la perspectiva revolucionaria, lo mismo da, toda vez que
"Fidel" encarna la "democracia directa" en cuyo nombre se aplazaron las
elecciones generales prometidas el 1 de enero de 1959, esa "voluntad
popular" manifiesta en las grandes concentraciones de masas, donde "el
pueblo" reunido se miraba en el espejo de Castro, reconociéndose.

Ciertamente, la prioridad de la voz sobre la escritura es inseparable de
la resistencia del régimen a institucionalizarse. Cuando en Le Monde
Jean Ziegler sugirió describir a la ideología cubana como "pragmática",
Simone de Beauvoir objetó: esta "es una palabra todavía y la realidad
cubana es la acción". La revolución no era, diríamos, ergon sino
energeia, puro movimiento o contenido que desafiaba toda forma o límite.
"Aquellos jóvenes rinden a la energía, tan amada de Stendhal, un culto
discreto. Pero no se crea que hablan de ella, que la convierten en una
teoría. Viven la energía, la practican, quizá la inventan: se comprueba
en sus efectos, pero no dicen una palabra de ello. Su energía se
manifiesta", señalaba Sartre en Huracán sobre el azúcar.

Stendhal también aparece, por cierto, vinculado a la Revolución en la
crónica autobiográfica de Régis Debray. Cuando éste llegó a Cuba en
1960, inspirado por la lectura de El siglo de las luces, se creía Victor
Hughes; antes —confiesa en Les masques, su primer libro de memorias—
había querido ser Julien Sorel, y algo de esa fantasía adolescente
cumplió con su peripecia por las guerrillas latinoamericanas. A
diferencia del otro gran protagonista stendhaliano, Fabricio del Dongo,
que teniéndolo todo dado —nobleza, inteligencia, riqueza, apostura—
representa más bien la gracia, Sorel encarna la fuerza de la voluntad.
Ha nacido en la pobreza, ha llegado a la adultez tras la clausura del
ciclo revolucionario por la Restauración borbónica; el joven admirador
de Napoleón ha de compensar esas faltas con su absoluta determinación.

'Segunda Declaración de La Habana'

No poco de compensación hay, ciertamente, en el voluntarismo
revolucionario encarnado en Guevara y teorizado con más sofisticación
por Debray. "El deber de todo revolucionario es hacer la revolución",
reza la consigna medular de la "Segunda Declaración de La Habana". Aquí
no se trata ya de la democracia directa como en la primera Declaración,
sino más bien de la revolución permanente, pero la resistencia a la
institucionalización persiste: la revolución como mandato absoluto es
otra forma del culto a la energía, de ese movimiento perpetuo cuya
metáfora no podía ser otra que el fuego. "América Latina —decía Raúl
Castro, citado por Claude Julien— es como una gran planicie de hierba
seca, donde hay una fogata que se llama Cuba".

"No hay circunstancias revolucionarias, hay una revolución que se
alimenta de circunstancias", señala Furet a propósito de la Revolución
Francesa, y lo mismo vale para la cubana. La aporía del pueblo como
sujeto y del pueblo como objeto da paso ahora a la aporía central del
marxismo-leninismo: la de las condiciones objetivas y las condiciones
subjetivas. Por un lado la "Segunda Declaración de La Habana" reconoce
que la revolución es inevitable ("la marcha ascendente de la humanidad
no se detiene ni puede detenerse"), pero por el otro afirma que "no es
de revolucionarios sentarse en la puerta de su casa para ver pasar el
cadáver del imperialismo". En esa tensión entre determinismo y
voluntarismo, estructura histórica y acción humana, la balanza se
inclina decididamente hacia el segundo polo.

De ahí la preeminencia de la violencia revolucionaria. "La revolución es
en la historia como el médico que asiste al nacimiento de una nueva
vida", afirma el documento, parafraseando la conocida frase de El
Capital según la cual "la violencia es la partera de toda sociedad vieja
preñada de una nueva".[i] Ahora bien, como agudamente señalara Hannah
Arendt en su panfleto On violence (1970), escrito contra el radicalismo
de la "nueva izquierda" de los 60 —especialmente contra uno de sus
libros de cabecera, Los condenados de la tierra, con incendiario prólogo
de Sartre—, en Marx la violencia es auxiliar, no seminal; epifenómeno,
nunca causa. La metáfora no deja lugar a dudas: las propias
contradicciones del sistema capitalista, no la violencia en sí, habrían
de generar lo el filósofo llamaba "la revolución del siglo XIX", esa
revolución proletaria que nunca llegó a producirse.

Ciertamente, la centralidad otorgada a la violencia en la "Segunda
Declaración de la Habana" —y, en general, en el ideario guevarista— es
inseparable de la crisis del proletariado como sujeto revolucionario. Si
en el marxismo clásico éste, en tanto "universal concreto", garantizaba
el movimiento dialéctico de la historia, ahora el potencial
revolucionario son los campesinos.

En las primeras páginas de la "Declaración", donde se ofrece una especie
de didáctico resumen marxista de la historia universal, se afirma, como
en el Manifiesto comunista, que "la burguesía desde su origen llevaba en
sí misma su contrario", pero luego, cuando se discute la situación de
América Latina: "Y si bien es cierto que en los países subdesarrollados
de América la clase obrera es en general relativamente pequeña, hay una
clase social que por las condiciones subhumanas en que vive constituye
una fuerza potencial que, dirigida por los obreros y los intelectuales
revolucionarios, tiene importancia decisiva en la lucha por la
liberación nacional: los campesinos".

Aquí el antecedente fundamental parece ser la segunda parte de Los
condenados de la tierra, donde, como en los escritos posteriores de
Guevara y Debray, el recorrido del militante revolucionario de la ciudad
al campo es descrito como un viaje iniciático en que el sujeto burgués
se radicaliza, comprendiendo que el único camino es la lucha armada.

En La guerra de guerrillas Guevara daba fe: los hombres que regresaban a
la ciudad, luego de dos años de experiencia de combate y contacto con
las masas campesinas, no eran ya los mismos. La guerrilla constituía una
suerte de rito de pasaje fuera de la subjetividad burguesa, un espacio
resplandeciente donde, en palabras de Debray, "la psicología
pequeño-burguesa se derrite como la nieve al sol, minando las bases de
la ideología del mismo nombre" (¿Revolución en la revolución?).

La afirmación según la cual "El deber de todo revolucionario es hacer la
revolución" era entonces, en alguna medida, reversible: uno de los
contenidos de la revolución era hacer a los revolucionarios. "La
Revolución limpia a los hombres, los mejora como el agricultor
experimentado corrige los defectos de la planta e intensifica las buenas
cualidades" ("El Patojo"), escribía el propio Guevara. "Cette alchimie
planétaire, la Révolution, qui fait flamber le feu où se métamorphosent
les êtres et les choses" (Frêle bruit), apuntaba por su parte Michel
Leiris, durante su visita a La Habana en 1967. Más que síntoma de la
inevitable destrucción del ancien régime, la revolución es la retorta
del hombre nuevo, la semilla de la futura humanidad.

Es en este énfasis en la violencia como formadora de subjetividad donde
hay acaso una diferencia fundamental entre el guevarismo y el leninismo:
allí la vanguardia revolucionaria, que es el Partido, está del todo
radicalizada, mucho más que la propia clase obrera, pues posee la
teoría; en la doctrina guevarista, en cambio, el Partido está al final
del camino, al igual que la teoría, en el origen la guerrilla y en el
medio nada más que la violencia —no solo como procedimiento para hacer
la revolución, sino también como "escuela" donde adquirir la necesaria
consciencia revolucionaria.

Si Lenin, a diferencia de Rosa Luxemburgo, se alejaba de la idea
marxiana sobre la espontaneidad de las masas y la determinación
estructural de la revolución, pero aun legitimaba a la vanguardia en la
misión histórica del proletariado, en el guevarismo, como en el Fanon de
Los condenados de la tierra, se diría que se da un paso más lejos justo
porque no hay nada equivalente a la "universalidad concreta" que encarna
el proletariado y ha entrado definitivamente en crisis la premisa de que
el capitalismo se destruirá necesariamente para dar paso al socialismo.

A falta de providencia histórica, solo queda la voluntad: esa decisión
perentoria de "hacer la revolución". El guerrillero, es cierto,
"interpreta los deseos de la gran masa campesina de ser dueña de la
tierra, dueña de los instrumentos de producción" (La guerra de
guerrillas), pero de la reforma agraria —medida burguesa en tanto
pretende extender la propiedad en vez de trascenderla— a la revolución
socialista va un buen trecho. El abismo entre las aspiraciones oscuras
de la masa popular y el programa del guerrillero revolucionario, solo se
podía salvar mediante la violencia. "La primera receta para educar al
pueblo […] —advertía Guevara en 1960— es hacerlo entrar en revolución"
("Despedida a las Brigadas Internacionales de trabajo voluntario").

En esta frase, una de las más significativas de toda la oratoria
revolucionaria cubana, el pueblo aparece, una vez más, como el objeto de
la acción del liderazgo revolucionario; se ha pasado de la acción de las
masas a la acción sobre las masas. La brecha entre la vanguardia
iluminada y la masa rezagada no se puede salvar más que con la fuerza:
"ir perfeccionándose como nos perfeccionamos todos día a día, liquidando
intransigentemente a todos aquellos que se quedan atrás, que no son
capaces de marchar al ritmo que marca la Revolución cubana" ("Qué debe
ser un joven comunista"). O, en el mejor de los casos, con acciones
ejemplares que habría que imitar: "En nuestra ambición de
revolucionarios, tratamos de caminar tan aprisa como sea posible,
abriendo caminos, pero sabemos que tenemos que nutrirnos de la masa y
que ésta solo podrá avanzar más rápido si la alentamos con nuestro
ejemplo" ("El socialismo y el hombre en Cuba").

Si la aporía de la democracia directa equivale a "Fidel", la aporía de
la revolución permanente desemboca en el llamado a "ser como el Che".

La revolución es fuego; pero ese fuego, como en el cuadro de Arcimboldo,
esbozaba un rostro: el de "Fidel", el del "Che". El puro contenido
cristalizaba así; el movimiento devenía fijeza. La revolución, en una
palabra, se congelaba —exacto reverso de aquella imagen de Debray que
citábamos arriba. Mucho antes de la institucionalización a la soviética,
en el mediodía revolucionario fuego y hielo eran ya indistinguibles.

[i] El cambio de comadrona a médico refleja, por cierto, el énfasis
desarrollista, ilustrado, de la revolución: 1962 era el "Año de la
industrialización"; las parteras pertenecían, desde luego, a ese mundo
tradicional al que se oponía el mundo de la ciencia y la técnica.

http://www.diariodecuba.com/cultura/12400-la-revolucion-congelada

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