Narrativa
Los hijos de los Castro se sentaban a mi lado
Jorge Ignacio Pérez
Barcelona 18-05-2012 - 8:32 pm.
Recuerdos de un figurante en edad escolar.
Un día cualquiera de verano, en vacaciones, llegó a casa un telegrama 
proveniente del Ministerio de Educación. Mi madre lo leyó a solas y 
luego se dirigió al teléfono para darle la noticia a mi padre:
—Roberto, tu hijo Jorge ha sido designado para estudiar en una escuela 
especial. Debemos presentarnos en el Ministerio de Educación este lunes.
Sonaba extraño el comunicado, pero, aun así, mi madre se colocó una 
sonrisa. Después de colgar, me dijo que ella estaba segura de que algún 
día su más pequeño heredero le daría una gran satisfacción, pero que no 
sabía cuál era.
El lunes regresaron juntos a casa, porque, a pesar del divorcio, se 
llevaban bien y eran capaces de almorzar en la misma mesa en algunas 
ocasiones.
La información que yo tanto esperaba era la siguiente:
—Mi amor, por tus buenas notas, porque según nos dijeron has resultado 
el mejor expediente del municipio Plaza de la Revolución, por tus buenas 
notas fuiste elegido para estudiar en una Escuela de Formación de 
Cuadros Pioneriles.
Las mayúsculas del citado colegio se vieron dibujadas en sus rostros, en 
los inmensos ojos brillantes y llenos de gloria de mis padres, jóvenes 
todavía porque en realidad se habían casado con 19 años él y con 18 ella.
Aunque con esa noticia no fue que comenzó todo.
Cuando terminaron las vacaciones, el primer día de clases, tenía un 
autobús esperándome en la puerta de casa a las siete de la mañana. El 
conductor, se presentó. Se llamaba Domingo.
La escuela, Esteban Hernández —todavía no sé quién fue, sinceramente—, 
cambió su nombre justo cuando me matricularon. Desde entonces se 
denominó Victorias del Socialismo.
Era una antigua casona de la burguesía habanera, situada en el 
misterioso barrio de La Coronela, en el término territorial de 
Cubanacán. Quedaba cerca del Palacio de las Convenciones y del Instituto 
Superior de Ciencias Médicas, Girón; o sea, tan lejos de mi casa que si 
no hubiera sido por el gran chófer Domingo (durante el curso entero usó 
el mismo perfume dulzón que hube de recordar muchos años después cuando 
un golpe olfativo, ya de adulto, me llevó de vuelta a sexto grado), mi 
madre no hubiera podido llevarme.
Desde afuera, en la rotonda de La Muñeca, no se veía absolutamente nada, 
solo una cerca muy extensa forrada con arecas. Enseguida me asignaron 
una taquilla, una preciosa profesora de ruso, un maestro de natación, 
otro de carpintería, otro de huerto escolar, otro de matemáticas, 
geografía y asignaturas básicas; un instructor de judo y una dietista 
personal.
El jardinero era el mismo que limpiaba la piscina. Apenas hablaba con 
nadie, pero, al menos yo, le tenía miedo. Sabía que llevaba pistola. Fue 
la primera observación que hice.  Para mí no era una escuela, sino un 
centro especial, nada más. Un recinto apacible, eso sí, pero riguroso 
porque nos obligaban a dormir las siestas con música indirecta, baja en 
decibelios.
El maestro principal y guía de grupo se llamaba Dagoberto. Era un 
trigueño —moreno de piel— con rostro duro y nariz prominente. Durante 
los nueve meses lo observé continuamente porque tenía actitud de llevar 
pistola y, sin embargo, usaba la camisa por dentro.
Entre los veintitantos alumnos, había un rubio a mi lado que se llamaba 
Antonio. Me llamó la atención que no subiera nunca al autobús. Mientras 
esperábamos a Domingo, aparecía un Lada rojo muy moderno conducido por 
una mujer relativamente joven, alta, recta y también misteriosa. Antonio 
subía al automóvil y se marchaba antes que nosotros. Yo lo seguía con la 
vista igual que al profesor Dagoberto.
Los muchachos de mi barrio, sus padres y vecinos no tan cercanos, 
llegaron a pensar que yo tenía algún problema.
Retraso mental, quiero decir.
Fue la única respuesta que dieron a ese autobús gris de Transportes 
Escolares detenido en la puerta de mi casa.
Muy cerca, a unos quinientos metros, Domingo se detenía otra vez para 
recoger a una niña delgadita y muy buena que se llamaba Celia Haydée. 
Ella y yo nos sentábamos juntos en el autobús.
El curso terminó y a algunos nos distribuyeron por becas en el campo, en 
las afueras de la ciudad, mientras otros, como Antonio y Celia Haydée, 
fueron dirigidos a otras escuelas especiales de enseñanza media.
A mí me enviaron a Gilberto Arocha —entonces no sabía bien quién era—, 
en el municipio rural de Güines, de donde mi madre me tuvo que sacar a 
los pocos meses porque casi me matan con un golpe en la cabeza, 
propiciado con un rodillo de limpieza. Allí había niños delincuentes 
cuya afición era pelearse a puñetazos con otros niños, elegidos 
aleatoriamente.
Con el paso del tiempo, logré atar cabos sueltos y supe de buena tinta 
que Antonio, mi compañero de pupitre en la Escuela de Formación de 
Cuadros Pioneriles, era uno de los hijos ocultos del Presidente de la 
República, Primer Secretario del Partido Comunista de Cuba —partido 
único— y Presidente a su vez de los Consejos de Estado y de Ministros, 
Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz.
Lo supe porque alguien que, muchos años después, estudió Ortopedia con 
él, me lo dijo. De ahí que aquella mujer elegante y rubia que iba a 
recogerlo en un Lada rojo fuera Dalia Soto del Valle, la secreta amante 
y madre de varios hijos varones que el presidente no tenía a bien 
mostrar en público.
El resumen de todo esto —pensaba yo un buen día—  es que me escogieron 
de figurante, al cambiarme de escuela primaria por decreto estatal, y 
arrancarme amigos, juegos predilectos, tiempo de béisbol, capturas de 
lagartijas, en una especie de campo baldío que teníamos al lado de casa.
La cosa, sin embargo, no había comenzado con el telegrama del Ministerio 
de Educación (ya podía haberlo llevado directamente el ministro 
Fernández, que vivía, entonces, en la esquina de mi casa).
Había comenzado en otra escuela especial que aparentemente no lo era.
Porque en mi primaria de zona, llamada Gustavo y Joaquín Ferrer —de 
éstos sí supe que eran primos de Hubert de Blanck, un pianista cubano de 
origen holandés— estudiaba un hijo del hermano del Presidente de la 
República, o lo que es lo mismo, un hijo del Segundo Secretario del 
Partido Comunista de Cuba, Ministro de las Fuerzas Armadas 
Revolucionarias y General de Ejército Raúl Castro Ruz, hoy ocupando el 
puesto de Fidel por decreto directo de su propio hermano o del Estado, 
que es lo mismo.
También ese niño, llamado Alejandro, se sentaba a mi lado, y también era 
austero, como Antonio, aunque menos tranquilo.
Les enseñaron a ser austeros y a no alardear de cosas materiales. El 
recuerdo más vivo que tengo de Alejandro es un sacapuntas exclusivo que 
yo soñaba tener.
De los Castro no se puede decir, o no está comprobado, que sean rústicos 
transmisores de la opulencia, al estilo de jeques árabes. Su crueldad, 
como contrapartida, radica en dictar decretos a mansalva y enviar 
telegramas capaces de cambiar la vida de una persona, ya sea 
destinándola a una eufemística Escuela de Formación de Cuadros 
Pioneriles o a una guerra en África, de la que muchos jamás volvieron.
Jorge Ignacio Pérez nació en La Habana en 1965. Periodista cultural 
especializado en teatro, es autor del blog Segunda Naturaleza.
http://www.diariodecuba.com/de-leer/los-hijos-de-los-castro-se-sentaban-mi-lado
 
 
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