2 de septiembre de 2011

¿Qué queda del "invicto" Comandante en Jefe?

¿Qué queda del "invicto" Comandante en Jefe?
Friday, September 2, 2011 | Por Vicente P. Escobal

MIAMI, Florida, septiembre, www.cubanet.org -Inmediatamente después de
la desaparición de la Unión Soviética una pregunta ha quedado clavada
en la conciencia universal: ¿Por qué un sistema supuestamente redentor y
enaltecedor de la condición humana se convirtió en una tiranía
sangrienta y despiadada? ¿Podría el comunismo alcanzar sus objetivos
solamente a través del terror y la violencia más brutal? ¿Cómo explicar
que durante décadas el mundo civilizado aceptara como algo normal los
crímenes del comunismo? ¿Por qué Fidel Castro se valió de la
experiencia soviética?

Tal vez una explicación de este fenómeno la hallemos en la confusión
ideológica que envuelve a los pueblos sometidos al comunismo y a la
exacerbación de las pasiones a través de las cuales se atribuía al
capitalismo la responsabilidad por todas las fatalidades sociales y
económicas. Posiblemente en el pensamiento de Castro prevalecía la idea
de que la eliminación de los ricos sería la clave para suprimir todo
vestigio de capitalismo en Cuba de acuerdo con las tesis marxistas
desarrolladas por Lenin.

En los meses posteriores al triunfo de su revolución, Castro insistía
en su carácter nacionalista e incluso se autodefinía anticomunista. En
una comparecencia pública a principios de 1959 Castro manifestó: "si los
comunistas sacan las uñas, yo se las corto" y advirtió que "la
revolución cubana es tan verde como las palmas", como una forma de
refutar las tempranas advertencias sobre el color rojo – símbolo del
comunismo – de aquel proceso. La mayoría de los discursos pronunciados
por Fidel Castro antes de proclamarse marxista-leninista contienen
acerbas críticas al comunismo y la promesa de restituir la
democracia y convocar a elecciones libres y pluripartidistas.

Antes del arribo de Castro al poder Cuba no era la sociedad perfecta,
porque ningún conglomerado humano puede jactarse de su perfección.
Estremecidos por esporádicos episodios de inconstitucionalidad y
violencia, los cubanos anhelaban regresar a un sistema donde se
preservaran sus valores y se respetaran sus derechos. La cultura de la
violencia y el terror no gozaba de la simpatía de aquella sociedad. El
cubano era un pueblo amante de la paz y la estabilidad, sintetizadas en
el bienestar de la familia, el trabajo honrado y la prosperidad. Las
ideologías jamás lo separaron: el liberal compartía su agenda con el
demócrata, el conservador o el ortodoxo. El Partido Socialista llegó a
tener sus representantes en el Congreso de la República, un espacio en
la radio y su propio periódico, además de otros privilegios
constitucionales. Los trabajadores manuales e intelectuales disponían de
todas las prerrogativas legales para viabilizar sus demandas y
preservar sus conquistas. Las empresas crecían estimuladas por un
régimen tributario equitativo y mesurado. Los padres disponían de la más
absoluta libertad en cuanto a la educación de sus hijos. Nunca se
organizaron turbas para impedir la libre expresión de las ideas,
incluso ni en los momentos más sombríos de nuestra historia
republicana. Esas horribles imágenes donde aparecen manadas de
facinerosos golpeando a las heroicas Damas de Blanco corresponden a una
sociedad enferma y decadente.

Patria, familia y libertad conformaban el baluarte de la sociedad cubana.

Para los cubanos la ideología comunista y su máximo exponente, la Unión
Soviética, estaban a miles de kilómetros de su geografía insular y a
centenares de años luz de sus auténticos anhelos. Las noticias sobre
los crímenes que se producían en la URSS no servían de referente a los
deseos del pueblo de Cuba. No era precisamente a la filosofía de la
exclusión y el terror a la que aspirábamos.

Bajo la premisa de una debatible preservación de su independencia,
Castro fue subvirtiendo paulatinamente los intrínsecos valores del
pueblo cubano. El enraizado sentimiento nacionalista se diluyó ante los
efectos de una doctrina cruel y dogmática. De líder carismático de un
proceso previsiblemente emancipador, Castro se convirtió en un dictador
implacable y en un censor del pensamiento democrático.

¿Habrían triunfado los planes de Fidel Castro de haber adoptado un
sistema pluralista? ¿Lograrían sustentarse sus demenciales
interpretaciones de la historia, el hombre, la economía y la sociedad a
través de la democracia?

Es cierto que la inestabilidad política y la ingobernabilidad
democrática anteriores al triunfo de la revolución castrista permiten
comprender el contexto en que Castro llegó al poder, sin embargo no
explican la predisposición acentuadamente feroz y que contrasta
singularmente con sus ideas expresadas en múltiples entrevistas,
declaraciones a periodistas extranjeros, e incluso con su publicitada
autodefensa con motivo del asalto al cuartel Moncada, un confuso
alegato conocido como "La historia me absolverá".

Fue Castro quien impuso el terror del mismo modo que le asignó al
pensamiento político una sola ideología y un solo partido. Castro
instauró un régimen que muy pronto reveló su naturaleza sanguinaria y
todas sus acciones estuvieron dirigidas a un único objetivo: oprimir al
pueblo. Castro despertó en el cubano sus pasiones más mezquinas y atizó
la violencia como una forma de mantenerse en el poder.

Pero aquella naturaleza violenta y sanguinaria no fue precisamente
iniciada el 1 de enero de 1959. Castro utilizó el terror mucho
antes. Innumerables acciones terroristas fueron perpetradas durante la
insurrección y una vez instalado en el poder creó tribunales
sumarísimos para juzgar y ejecutar a sus adversarios. Aquella terrible
maquinaria asesina estaba enfilada contra el pueblo. El verdugo se
convertiría en el centro de la vida de los cubanos.

El terror conmovió a todas las capas de la población y a todos los
sectores sociales: ricos, pobres, empresarios, obreros, militares,
artistas, profesionales, religiosos y religiosas, campesinos e
intelectuales. Las instituciones no gubernamentales, tan necesarias en
una sociedad impulsada por principios cívicos y democráticos,
desaparecieron y en su lugar surgieron fatídicas estructuras bajo un
enfoque totalitario y excluyente.

¿Por qué razón mantenerse en el poder era tan importante para Fidel
Castro, al extremo de renunciar a sus primeros desahogos anticomunistas
y al abandono de los más elementales principios morales? Porque solo la
conservación del poder permitiría a Castro su alucinante propósito de
satisfacer sus frustraciones políticas y personales.

¿Qué hay de revolucionario en el pensamiento castrista?

Atrapado entre las redes de mantenerse a cualquier precio en el poder y
aplicar sus dogmas totalitarios Castro reavivó, entonces, el mito del
internacionalismo proletario y la revolución global. Creyó que su
incendiaria ideología devoraría a todos los países, incluso a Estados
Unidos y a otras democracias occidentales. Pero el incendio no se
produjo y el socialismo se desplomó: la globalización revolucionaria se
convirtió en la globalización de los mercados, la revolución mundial se
impuso en el ámbito de los descubrimientos científicos y los avances
tecnológicos. La esperanza y la fuerza de la humanidad no residen
precisamente en la eventualidad de un mundo convulsionado por las "ideas
revolucionarias" o aniquilado por una hecatombe nuclear.

El fracaso dejó a Castro con un acentuado deterioro físico y mental,
frente a un mundo donde avanzan la democracia y el Estado de derecho a
pesar de las contradicciones y las crisis.

¿Qué queda del "invicto" Comandante en Jefe?

Queda un inservible montón de alucinantes reflexiones derivadas de un
retorcido pensamiento totalitario.

Queda el más catastrófico experimento político, económico y social
nunca antes conocido por la nación cubana.

Queda una inmensa tragedia que sigue gravitando sobre la vida de
millones de seres humanos.

Queda la figura de un anciano moribundo hundido en su ilusoria
revolución mundial.

Y queda, sobre todo, un símbolo de la irracionalidad y la torpeza.

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