La institucionalización de la dictadura
By ARIEL HIDALGO
El pasado 25 de abril nuevas elecciones de delegados del Poder Popular
en Cuba dieron por resultado el mayor por ciento de boletas anuladas o
en blanco en toda su historia, más otro por ciento considerable de
abstenciones pese a fuertes presiones para asistir a las urnas.
Con el control absoluto del mecanismo electoral por un determinado grupo
político en un entorno donde todos los medios masivos de difusión están
controlados por el Estado, nunca se le ocurre al ciudadano en la
circunscripción postular a alguien refractario a los proyectos del
régimen, pues con tal actitud también se ``señala'' a sí mismo en una
sociedad donde disentir significa de hecho un suicidio civil y político.
Con un solo candidato para cada cargo --lo que sería, más que elección,
confirmación de algo ya decidido--, y con ``recomendaciones'' de altas
instancias que, por supuesto, nadie se atreve a cuestionar, hace
prácticamente imposible a ningún opositor llegar a la Asamblea Nacional,
la cual, oficialmente, es la encargada de elegir cada cinco años al
Presidente del Consejo de Estado y de Ministros. En 1976, el ``año de la
institucionalización'', un solo hombre que de facto era ya jefe de
Estado por más de un cuarto de siglo, ocupó esa presidencia por casi
treinta años, quien delegó en su hermano esa jefatura. Se trata, en
otras palabras, de la institucionalización de la dictadura y en
consecuencia de una dinastía.
Nada puede justificar la perpetuación en el poder de ningún gobernante
por 30, 40 o 50 años, ni aunque hubiese obtenido los más preciados
logros. Siempre hubo pretextos para justificar a dictadores como Somoza,
Duvalier y Trujillo, quienes gobernaron por menos tiempo. También los
pinochetistas pretextaban que el pueblo chileno apoyaba a Pinochet, que
quienes se oponían eran pagados por Cuba o Moscú, y justificaban su
dictadura con los índices económicos alcanzados por Chile.
Los que nos han criticado por no acusar con palabras altisonantes al
mandamás de La Habana, no tuvieron, sin embargo, el mismo desenfado para
condenar de igual forma a dictadores de derecha como Franco y Pinochet.
Los voceros del régimen de La Habana hacen lo mismo, pero a la inversa,
lanzando piedras a los tejados ajenos. Pero la dictadura no tiene color.
Los dictadores no son de izquierda ni de derecha, sólo son eso: dictadores.
Ningún partido debería arrogarse la potestad de controlar los mecanismos
mediante los cuales la ciudadanía ejerce su derecho a elegir a sus
legítimos representantes en la toma de decisiones de una comunidad, como
actualmente ocurre en Cuba y Venezuela. También en la Venezuela
prechavista dos partidos, por el acuerdo del Pacto de Punto Fijo, se
turnaban en el poder y sus dirigentes se enriquecían mientras gran parte
de la población vivía en la miseria en uno de los países más ricos del
mundo. Ningún pueblo que haya sido engañado tantas veces se levantará
cuando un dirigente le diga: ``levántate y anda'', si no se le dice
primero muy claramente a dónde va.
Y es hora de hablar claro. No basta con decir que se persigue la
democracia. Hace trescientos años no existía un solo país democrático en
el sentido que lo entendemos hoy, y el mayor insulto que podía lanzarse
a un político era el de demócrata. El ofendido procedía a defenderse
airadamente de semejante ``calumnia''. Hoy casi todo el mundo se
autoproclama demócrata, desde Robert Mugabe y Kim Jong, hasta los
voceros de La Habana que proclaman que su sistema es ``el más
democrático del mundo''.
o se trata de que haya un solo partido o muchos partidos --el derecho a
crearlos está garantizado por el Artículo 20 de la Declaración
Universal--, sino que ninguno debe usurpar, mediante la coacción
policial o vendiéndose a los poderosos por recursos de campaña, el
derecho de los ciudadanos a su participación libre en la elección de sus
representantes. Las asambleas de nominación de candidatos, así como el
proceso eleccionario en las diferentes instancias, deben ser
independientes de todo posible control partidista; y ningún candidato
debe tener beneficios publicitarios que no estén al alcance de los
demás. Los padres fundadores de la Unión Americana detestaban a los
partidos por considerarlos facciones divisivas y los verdaderos primeros
partidos políticos, como hoy los entendemos, surgieron durante la
presidencia de John Quincy Adams (1825-1829) cuando se fundó el actual
Partido Demócrata; es decir, más de un cuarto de siglo después del
nacimiento de Estados Unidos. En Francia, por su parte, Simone Weil
expresaba que los republicanos de 1789 ``nunca hubieran creído capaz a
un representante del pueblo de despojarse de toda dignidad personal para
convertirse en miembro dócil de un partido político''.
Sólo el anuncio de una democracia viva, sin trabas elitistas, puede
sacar del marasmo a un pueblo adormecido y echarlo a andar hacia un
porvenir glorioso.
Infoburo@AOL.com
http://www.elnuevoherald.com/2010/05/21/724368/ariel-hidalgo-la-institucionalizacion.html
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