Jueves 27 de Mayo de 2010 02:34 Carlos Alberto Montaner, Madrid
Todas las sociedades evolucionan. Cada generación percibe la realidad de
forma diferente e intenta modificarla de acuerdo con sus valores,
intereses y con la información de que dispone.
Fidel y Raúl Castro forman parte de lo que se ha llamado la generación
de 1953, así designada por conmemorarse ese año el centenario del
nacimiento de José Martí.
La cosmovisión que entonces tenía Fidel, y que luego le impuso a la
sociedad, era la de un joven radical antiimperialista y anticapitalista,
convencido de que las dos causas fundamentales de los problemas
económicos y políticos de Cuba derivaban de la explotación de los
capitalistas y de los malvados designios de Estados Unidos.
A esa convicción le agregaba un profundo desprecio por el sistema
republicano de gobierno, con sus múltiples partidos, poderes
independientes que se equilibraban y libertades individuales que
permitían que las personas tuvieran y manifestaran puntos de vista
divergentes. Todo eso se le antojaba como corrupto, caótico y tendiente
a la desorganización.
Ese diagnóstico rápido, en su caso, venía acompañado de una invencible
confianza en su capacidad para reorganizar la sociedad de acuerdo con
sus propias teorías sobre cómo debía estructurarse el aparato productivo
para convertir a Cuba en un país próspero y disciplinado. Él sabía lo
que había que producir y consumir, dónde, cómo y porqué. No conocía la
duda. Era un joven ególatra lleno de certezas. Ni siquiera se percataba
de que carecía de la menor experiencia laboral.
Carismático, con una fuerte personalidad capaz de ejercer un gran poder
sobre sus subordinados, especialmente si no estaban intelectualmente
bien dotados, y de seducir a las masas con su oratoria arrebatada,
musolinesca, que ahora se nos antoja un tanto ridícula, logró
convertirse en el líder indiscutible, temido y obedecido por una parte
sustancial de la sociedad.
Finalmente, la URSS dotó a la Revolución de un cierto orden económico,
una estructura administrativa y un modo imbatible de control social.
Fidel, con esas herramientas, incorporó al país al mundillo comunista y
construyó una jaula perfectamente hermética.
Como sabemos, en 1989 el Muro de Berlín fue derribado, en 1991
despareció la URSS y el marxismo-leninismo dejó de ser una referencia
intelectual seria. Fue sólo una utopía que dejó cien millones de muertos
durante el periodo en que se puso a prueba su viabilidad.
Fidel Castro, sin embargo, insistió en mantener a flote su dictadura
personal sin apartarse demasiado de la organización que le dejó en pie
la URSS y sin renunciar a las principales supersticiones marxistas.
Confundía la terquedad con los principios e interpretó la desaparición
del comunismo en Occidente como una traición de los comunistas de la
URSS, encabezados por Gorbachov, a quien suponía parte o víctima de una
conjura de la CIA.
Así las cosas, en 1990 comenzó a recoger los escombros del movimiento
comunista en América Latina, junto a Lula da Silva fundó el Foro de Sao
Paulo, llamó a cuanto aventurero compartía la visón de la Guerra Fría,
incluidos los narcoterroristas de las FARC y del ELN, y preparó el
primer perímetro defensivo para continuar su épica batalla contra
Estados Unidos y Occidente y contra el odiado capitalismo, aunque en la
nueva etapa tuviera que servirse de algunos inversionistas. Era una
batalla absurda y condenada al fracaso, pero estaba dispuesto a
librarla: cualquier cosa era mejor que aceptar que había vivido toda su
vida en el error, precipitando a Cuba en una catástrofe sin sentido.
La suerte, sin embargo, le deparó cierto espacio para contemplar de
nuevo la posibilidad del triunfo: en diciembre de 1998 fue elegido Hugo
Chávez en Venezuela y poco después Lula da Silva, aunque muy
condicionado por la realidad brasilera, se convertía en presidente de
Brasil. El Socialismo del siglo XXI comenzaba a dar sus primeros pasos.
En diciembre de 2005, en un discurso pronunciado en Caracas por Felipe
Pérez Roque, ya se formulaba la nueva visión del eje La Habana-Caracas:
Chávez y Castro se echaban sobre sus hombros la tarea de triunfar donde
había fracasado Moscú. Ellos eran el nuevo Moscú y el Socialismo del
siglo XXI el nuevo evangelio con el que conquistarían primero América
Latina y luego el resto del mundo.
Pocos meses después, en el verano del 2006, ocurrió algo previsible,
pero impensable en las sociedades dirigidas por un endiosado caudillo:
Fidel Castro enfermó gravemente y debió entregarle el poder a su
hermano, el general Raúl Castro. El riesgo de morir era muy alto.
No obstante, Fidel, como sabemos, no murió, pero quedó gravemente
enfermo e incapacitado para ejercer como Presidente. Conservó, sin
embargo, la autoridad política total sobre el régimen, y la autoridad
moral y psicológica sobre su hermano, lo que le ha permitido impedir
cualquier desviación sustancial de las líneas maestra impuestas por él
al país desde hace más de medio siglo.
Raul Castro: de Ministro de Defensa a Jefe de Estado
Durante toda su vida, Raúl Castro había vivido como un apéndice
intelectual y físico de su hermano mayor. Desde la adolescencia, cuando
sus padres se lo entregan a Fidel, Raúl se había acostumbrado a
obedecerlo y a admirarlo. Fidel lo había arrastrado al ataque al
Moncada, al desembarco del Granma, a la lucha guerrillera y a la cúpula
dirigente. Él había vivido la vida que su hermano le había diseñado.
Fidel lo había dotado de ideas y de impulsos.
A pesar de todo, eran dos personas muy diferentes. Raúl, aunque podía
matar incluso con mayor frialdad que su hermano, era una persona más
jovial y realista, nada carismática, con sentido de sus propias
limitaciones y dispuesta a gobernar colegiadamente con el concurso de
sus subordinados. Por eso, desde que asumió la presidencia del país dejó
en claro que prepararía las cosas para que la sucesión se produjera
dentro de las instituciones del sistema comunista: el Partido asumiría
las funciones de control y ahí se transmitiría ordenadamente la
autoridad tras su muerte.
Por supuesto, antes de llegar a ese punto, Raúl se propuso organizar y
aumentar sustancialmente la producción para que la sociedad cubana
comprobara que en la Cuba del poscastrismo, de la cual él era la primera
muestra, era posible prosperar y superar las inmensas carencias que
padecía el país.
Ésa era una de las principales diferencias entre los dos hermanos. Fidel
negaba la terrible realidad material en que vivían los cubanos. Cuando
Fidel se refería a Cuba sólo veía una sociedad de niños educados y con
acceso a un extendido sistema de sanidad, y con un Estado solidario
dedicado a la solidaridad universal con los necesitados de todo el
planeta. Cuando Raúl se refería a Cuba, contemplaba millones de personas
mal alimentadas, cobijadas en viviendas semidestruidas, con acceso muy
precario a los servicios de agua, electricidad, comunicaciones y
transporte. Raúl pensaba que el sistema sólo podía consolidarse tras la
desaparición de la generación del 53, la que hizo la revolución, si esas
miserias materiales eran eliminadas.
Él pensaba que podía llevar a cabo esa labor. No era, como Fidel, una
persona desorganizada y caótica, sino alguien metódico, capaz de
trabajar en equipo, que durante 47 años había sido un exitoso Ministro
de Defensa, capaz de convertir a unos cuantos guerrilleros sin
instrucción militar (él mismo incluido), en el noveno ejército del
mundo, capaz de triunfar en Angola y Etiopía, como ocurrió a lo largo de
la década de los setentas.
Incluso, tenía otra experiencia notable: tras la desaparición del
subsidio soviético, Raúl había sido capaz de reducir las fuerzas armadas
cubanas a un tercio de lo que fueron en su momento de mayor esplendor,
cancelando casi totalmente a la Marina y a la Fuerza Aérea, que sólo
conservó un par de escuadrones con capacidad de combate.
Lo que Raúl no entendía es que dirigir un ejército es mucho más fácil
que dirigir exitosamente el tejido empresarial de una sociedad moderna.
Un ejército es una organización vertical, basada en la obediencia ciega,
cuya función es el ejercicio de la fuerza. Su eficiencia se mide por su
capacidad para destruir, controlar o intimidar. Eso sólo depende de los
medios de que disponga, de las reglas que lo organizan y del liderazgo
de los jefes.
El tejido empresarial, por el contrario, está condicionado por la
necesidad de rendir beneficios. Debe recibir unos insumos, producir
bienes o servicios, satisfacer a los consumidores y generar beneficios
para mantener el aparato productivo, crecer, invertir, innovar y
continuar incesantemente el ciclo que exige el proceso de creación de
riqueza. Por eso a un ejército le toma un minuto destruir un puente y a
la sociedad le toma un año construirlo.
A partir del verano del 2006, Raúl Castro está descubriendo la inmensa
diferencia que hay entre las dos tareas. Mientras las empresas necesitan
tomar decisiones de manera autónoma basadas en su realidad, y en las que
el impulso psicológico que moviliza a los trabajadores no es la
obediencia ciega a los jefes sino sus propios intereses materiales, los
ejércitos operan de manera absolutamente diferentes. Cuando Raúl Castro
era Ministro de Defensa le daba una orden a un general y ésta solía
cumplirse a rajatabla, hoy puede dar la orden de que se produzcan más
gomas de autos, o más planchas de zinc, y al cabo de cierto tiempo podrá
observar que la orden ha sido parcial o totalmente ignorada, o, incluso,
advertirá que lo han engañado y las metas supuestamente cumplidas jamás
se han alcanzado. Para mayor contrariedad, mientras en el ejército podía
mandar a la cárcel o al paredón a quien le tomara el pelo, en el mundo
empresarial sólo podrá separarlo de su cargo.
http://www.diariodecuba.net/opinion/58-opinion/1779-fidel-y-raul.html
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