Odelín Alfonso Torna (PD)
LA HABANA, Cuba, septiembre (www.cubanet.org) - En la noche del sábado
28 de agosto, me encontraba con mi padre en la sala de observaciones del
hospital capitalino Julio Trigo. Un joven negro, de 21 años, llegaba sin
vida luego de recibir dos puñaladas en el pecho. Según el comentario de
familiares y amigos que lo acompañaban, el ajuste de cuentas ocurrió en
el barrio capitalino Santa Amalia, en el municipio Arroyo Naranjo, en el
momento que el joven se bajaba del ómnibus P10.
Era un recluso, y se había ganado un pase de estímulo por su buen
comportamiento.
En ese momento, una fiesta en la barriada de Párraga, también en Arroyo
Naranjo, terminó en riña tumultuaria en la que se involucraron alrededor
de 80 personas. Algunos de los lesionados fueron trasladados en autos de
la Policía Nacional Revolucionaria hacia el hospital antes citado, donde
recibieron atención médica.
Media hora antes y en la misma institución médica, una joven de 33 años,
internada en la sala de psiquiatría, se lanzaba de un cuarto piso. El
intento de suicidio fracasó; afortunadamente amortiguó su encontronazo
con el pavimento al caer sobre su brazo derecho. El fallecimiento unos
meses antes de su madre y los conflictos familiares por la vivienda,
provocaron su desequilibrio emocional.
Me pregunto si existe voluntad política para minimizar estos episodios
de violencia y angustia que vienen sacudiendo a la sociedad,
principalmente a personas marginadas, delirantes y rodeadas de
vicisitudes y conflictos.
¿Existe alguna fórmula para aliviar la depresión que se encuentre en
manos de sociólogos y psicólogos amarrados al castrismo?
El remedio para la agonía de quienes viven en Cuba (ahora sin el
subsidio de cigarrillos para aliviar el estrés, o el cupón adicional
para mal almorzar en un comedor social) no aparece en las líneas
reflexivas de Fidel Castro, o en la agenda raulista que anuncia
"cambios" a largo plazo. Unos se van. Otros se quedan, refugiados en el
alcohol, las drogas o los barbitúricos amparados en recetas médicas,
esperando ese final que no llega.
Digamos que las nuevas y futuras generaciones ya soltaron sus amarras y
se entremezclaron en el fulgor de: "cógelo que no hay más ná", "ponte la
pilas, brother" y el clásico "voy echando, voy bajando o subiendo",
frases que escenifican una sub-revolución dentro de la revolución.
Que se pregunten los jefes de esa revolución estéril qué se esconde
detrás de unas venas pinchadas, de un ajuste de cuentas, de un
desequilibrio emocional o de una madre desesperada que vende sus
orgasmos a cualquier postor.
Esto me recuerda algo de Tristán de Jesús Medina (1831-1881), que leí en
su ensayo "Principios fundamentales de la libertad política". Tristán decía:
"El estrépito y fragor de las revoluciones se debe en parte a la
oposición y a los gritos de espanto de estos adoradores del pasado.
Ellos prolongan la agonía de lo que debe morir. El horror y la lucha se
deben más bien a la ira y a la quietud resistente de los que se van, que
al impulso de los que llegan y piden su sitio, un sitio en el festín de
la vida. Tienen miedo como todos los que se mueren, y en el pavor que
los domina, no ven más que lo que cae, pero no distinguen lo que se
levanta, y crece, y vive".
He de remitirme a la agonía de vivir en Cuba, aunque en otros lugares
suele ser igual o peor, con gente que muere bajo el fuego cruzado de las
pandillas, o tras el letargo de una sobredosis de cocaína.
Sucede que vivimos bajo la cubierta de los discursos, pisoteados por
oradores que prolongan su estadía terrenal. Tan inmóviles como el joven
recluso que murió la noche del sábado. Tan delirantes como quien se
lanza al vacío y no muere.
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