Publicado el miércoles, 06.05.13
Memorias de la escasez apremiante
Alejandro Ríos
Mariela Castro hace sus necesidades fisiológicas y justo a su alcance
aparece el socorrido rollo de papel sanitario. "¿Por qué será –se
pregunta sola en el ambiente impoluto de su retrete– que el enemigo
vuelve a utilizar la dichosa escasez del susodicho para denigrar las
virtudes de un sistema al servicio del pueblo?".
Ella y sus descendientes tampoco reparan en la falta de almohadillas
sanitarias porque no han tenido que emplear trozos de algodón enrollado,
que solían aparecer en las farmacias locales, si la suerte era pródiga,
o toallitas primorosamente lavadas y hervidas para lidiar con los
incómodos días del mes.
La insólita escasez y las incomodidades que conlleva parecen ser
consustanciales a la dictadura del proletariado y sus derivados
sociales. Si no, véase lo que ya acontece en la República Bolivariana.
Ahora mismo, la pasta de dientes vuelve a irregularizar su presencia en
el mercado cubano y eso que ya solo se vende en moneda convertible.
Antes se "garantizaba" aquel engendro dentífrico (un tubo gris sin marca
ni razón) cada cierto tiempo por la infame libreta de racionamiento y
aprendimos la técnica de aplanar el continente para extraer la última
pizca y luego abrir el tubo e introducir el cepillo y raspar vestigios
de la pasta en sus paredes.
Por supuesto que el bicarbonato también sirvió para estos menesteres,
así puro, humedecido, y hasta el jabón Nácar, fabricado para deslavar la
piel. Podrán imaginarse el aciago sabor de su espuma grasienta en la boca.
Yo diría que es en estas necesidades personales, apremiantes, donde más
repercute el golpe perturbador de la escasez, pues la falta de comida
interfiere en la capacidad de reflexionar por cuenta propia.
Hubo un tiempo cuando ya las astillas de jabón no podían asirse, por
diminutas, entonces se hervían y aquel sancocho nauseabundo se vertía en
un molde ideado al efecto y, al final de la artesanal jornada,
contábamos con otra pastilla para seguir bañándonos.
En la comedia Moscow on the Hudson, Robin Williams interpreta a un ruso
cirquero que decide desertar durante una visita a Nueva York y lo hace
nada más y nada menos que en la tienda Bloomingdales. Al principio del
filme lo vemos padeciendo penuria en Moscú, haciendo cola,
paradójicamente, para comprar el esquivo papel sanitario, un cuadro
onírico en el mundo occidental.
Es de agradecer esa revelación del director Paul Mazurszky para los
incrédulos, así como al escritor colombiano Héctor Abad Faciolince
quien, recientemente, ha sacado a relucir, en uno de sus artículos, el
mal hábito de los regímenes socialistas de no ocuparse de garantizar el
papel sanitario, considerando que el cuerpo humano tiene el defecto de
no autohigienizarse, como es el caso de otras especies.
En su comentario Abad Faciolince echa mano de ejemplos recurrentes de
esa carencia como los de Cuba y Venezuela, y ya sabemos la simpatía
irrestricta que suelen manifestar los intelectuales latinoamericanos por
la revolución de los Castro.
Ahora mismo la burocracia cubana, en sesiones, advierte que más del 22
por ciento del agua que se bombea en la isla se pierde por roturas de
alcantarillado y salideros en las casas. Mi hermana me decía,
recientemente, que hoy le parece imposible el desafío que debió acometer
durante tantos años de su vida, bañándose con un balde de agua.
Recuerdo el hogar de un amigo donde se recibían periódicos extranjeros
impresos en una suerte de papel biblia y de cómo en el baño colgaban de
un clavo, prolijamente cortados en cuadrados perfectos, aquellos diarios
de ideogramas asiáticos que resultaban más suaves para las premuras
higiénicas que el áspero Granma.
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