José Hugo Fernández
LA HABANA, Cuba, octubre (www.cubanet.org) - Por descabellado que
parezca, ser carpintero por cuenta propia en Cuba fue un delito durante
las últimas décadas, además de una ocupación punto menos que imposible
de practicar.
Tal vez pueda ahorrarme el embrollo de explicar las causas
detalladamente, ya que son conocidas por todo el que ha querido
conocerlas. Bastaría con reiterar que el drama de nuestros carpinteros
no es diferente en lo más mínimo al de de tantos cubanos que han
pretendido ejercer otros oficios –la inmensa mayoría- que no estaban
autorizados al margen de la empresa estatal, y para cuyo soporte, claro,
no ha existido, y no existe aún hoy, una infraestructura legal.
No en balde, luego de medio siglo de esto a lo que llaman revolución de
los humildes y para los humildes, el oficio -que es la profesión de los
humildes- está aquí en estado de coma profundo. Lo peor no es que sean
muy escasos los carpinteros, albañiles, sastres, plomeros, etc., sino
que entre los pocos que van quedando, casi ninguno es auténtico, y mucho
menos posee la ética de los auténticos.
La prohibición y los invadeables obstáculos cortaron de raíz la fuente
básica del oficio en Cuba, que era la tradición familiar. Generalmente,
los cubanos que practicaban un oficio lo hicieron siempre por influencia
de sus mayores, lo cual, además de propiciarles una amplia destreza, los
formaba bajo el presupuesto de que la calidad del trabajo no sólo es
sinónimo de éxito, sino además, de crédito moral.
No obstante, hay quien piensa que todavía estamos a tiempo de rescatar
la vieja tradición de los oficios. Sobre todo a partir de los planes del
régimen para ampliar la lista de los que en lo adelante podrán ser
ejercidos por cuenta propia.
Es (o fue) el caso de Rolando, un carpintero del pueblo de Quivicán, en
las afueras de La Habana.
Tan pronto le llegó la buena nueva, abandonó su puesto de burócrata e
hizo la cola para obtener licencia de carpintero, oficio que aprendió de
su abuelo pero que nunca había querido ejercer profesionalmente para no
buscarse problemas.
Y era tal su disposición, que no se le apagó ni siquiera al enterarse de
que esta licencia le serviría para no ir preso por ser carpintero, pero
para nada más. Por ejemplo, no existe un mercado al que pueda acudir
para proveerse de lo que necesita para llevar a cabo su trabajo. Por no
hablar de facilitaciones crediticias.
Sin embargo, ante la pregunta, ¿pero cómo voy a carpintear sin madera?,
le ofrecieron una solución, o algo que quizá se le parece un poco: Debía
salir a caminar en busca de un árbol que considerase adecuado. Una vez
que lo encontrara, solicitar un dictamen de las autoridades, a ver si le
permiten cortarlo. Y luego de haber obtenido el permiso, si lo obtiene,
debía pagarle un impuesto extra al Estado sólo por cortar y aserrar el
árbol para iniciar sus labores.
Si alguien piensa que esto se parece más a un argumento de vodevil que a
un hecho real, se le invita a que lo verifique con el propio Rolando, en
Quivicán. Y de paso conocerá los pormenores del final de la
tragicomedia, que esbozo a continuación:
Aquel infortunado salió a caminar y escogió el árbol, una caoba que se
había quemado por accidente, por lo que estaba muerta e inútil. Pidió
permiso para cortarlo. Pero se demoraron tanto en los trámites de
autorización que cuando al fin fue a poner manos a la obra, algún pillo
lo había madrugado ya cortando el árbol sin permiso.
Así que ahora Rolando no hace más que repetir "me dieron con la caoba",
sin que acabe de entender cabalmente quién le dio primero y con mayor
ensañamiento.
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