Porno, por... ¡no!
MAYKEL GONZÁLEZ VIVERO | Santa Clara | 23 de Julio de 2016 - 05:27 CEST.
En Cuba el porno espanta con el mismo pavor que las drogas y las armas
de fuego. La Aduana lo advierte con un pudor ejemplar: la cocaína, el
revólver y el sexo graficado en cualquier soporte —papel, foto, video,
pared— estremecen la catedral, ponen en crisis el orden, nos desarman la
idea de moralidad. No pueden introducirse en el país. Solo hay una
incongruencia: los elementos proscritos no resultan equivalentes. Usemos
el argumento convencional: las drogas matan; las armas matan; el porno,
¿divierte? Los perros aduaneros pueden oler la marihuana y la pólvora;
el porno demanda un olfato distinto, una comprensión más sutil.
Las representaciones eróticas tienen una historia respetable en los
muros de Pompeya, en las cerámicas peruanas y en los grabados japoneses.
El asco por el cuerpo, el gesto que disimula la existencia rotunda del
cuerpo, parece patrimonio de épocas críticas donde el Poder afinó sus
herramientas de control. Las posibilidades del cuerpo, su capacidad para
el placer, resultaron grietas en el gran plan de dominación ideológica
en Occidente. Y no nos zafamos de la herencia, acaso porque sirve de
algo todavía. La Aduana aún podría confiscar una vasija mochica que
muestra una felación ejemplar, sin pensar en tráfico de antigüedades,
porque la felación, si está esculpida, es fea y peligrosa.
Como en cualquier asunto de implicaciones culturales, las opiniones en
torno al porno están enfrentadas. Existe un término, antipornografía,
que expresa la posición de quienes suponen efectos infortunados por
causa de la producción y el consumo de estos audiovisuales.
A veces se truecan causas y efectos, como cuando se asocia la industria
porno con la trata de personas, la pedofilia e incluso la morbilidad
sexual. Nociones defendidas por los antipornógrafos, como
"deshumanización" de las relaciones sexuales, remiten al cosmos de las
grandes religiones monoteístas. Da igual si se pronuncia el catolicismo
o el islam. Todos coinciden: la sexualidad está al borde del desorden.
Unas pocas pautas hacen admisible el sexo: la heterosexualidad, la
reproducción, el aburrimiento, la discreción. Pero a estas alturas, la
pornografía ya tiene defensores que la creen una forma artística. Y lo
que suena más rotundo: algunos intelectuales creen que la disposición de
una sociedad ante el porno suele revelar su madurez, los alcances de su
concepto de libertad.
No hay azares en la geopolítica del porno: el mundo musulmán, la misma
franja que aún da muerte a los homosexuales, ilegaliza la pornografía;
toda América admite el audiovisual pornográfico, excepto Cuba y algún
país heredero de la más conservadora legislación británica.
En los años 60, cuando la industria internacional gozaba de la edad de
oro del porno, La Habana vestía su moralina. Hace pocos años, incluso,
trascendía a la prensa nacional la expulsión de un informático que había
copiado la famosa Guía sexual del siglo XXI, en todo caso medio de
enseñanza, manual de salud, porno didáctico.
Cuba, ¿antipornográfica? La pornografía horroriza a las leyes, vade
retro, mientras el consumo aumenta incluso en los mismos grupos que
preocupan a los países desarrollados: niños y adolescentes. El consumo
de un producto que se disfruta con sabor de transgresión se permite a
los varones de cualquier edad en numerosos hogares de la Isla, acaso
porque los adultos se sienten niños casquivanos. Que no lo sepa el
abuelo legislador. Las apariencias se mantienen, pero se tolera la
consecuencia más polémica.
Usamos eufemismos para aludir al porno: "pellejo" es burdo y a menudo
exacto; también "muñequitos", como calificamos desde siempre a los de
Warner Brothers y Looney Tunes. Cuba no sabe que existe el postporno,
que hay porno subversivo, antihegemónico, feminista y enemigo de la
heteronormatividad. No sabe que el porno puede ser, cuando no violenta a
nadie en su proceso de realización, mero producto cultural, una película
cualquiera, un cuento que no habla casi nunca de sexo real. Es sexo
representado, imaginado, a veces buena ficción. Y de todos modos, como
algunas películas, tampoco es para niños.
Pero oigan cómo burlé la ley. Estaba en Suiza, hacía frío, empezaba el
invierno. Del lago Lemán subía una niebla gélida hasta el hotel, y por
eso se me ocurrió encender la calefacción. Era novato con aquello.
Empecé a hurgar, alcé una suerte de protector, y me topé con unos
papeles. Escondidos allí, nunca sabré por qué, evadidos de la moza de
limpieza, estaban dos revistas porno, desbordadas de cuerpos y
promociones de juguetes sexuales. También había un video. Un tesoro de
pornografía europea, francófona, blancuzca. Y no la dejé. Pensé en
Alejandro, un amigo que me pide un souvenir porno cada vez que viajo, un
amigo que nunca complazco. Esta vez el azar quiso obsequiarlo con el
rostro lúbrico del Primer Mundo. A Alejandro, que estaría agradecido y
lujurioso como excelente gordo. Tan lujurioso como yo, flaco. Y me la
llevé. Los perros no la olieron, pasó. Alejandro enganchó el televisor
esa noche, y al día siguiente me dijo: "Fue una buena historia".
Source: Porno, por... ¡no! | Diario de Cuba -
http://www.diariodecuba.com/cultura/1469106428_24018.html
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