Historias de trenes
junio 30, 2012
Rosa Martinez
HAVANA TIMES — Cuando leí el post —– del colega Erasmo Calzadilla, me
reí bastante y no es que me alegrara de los trabajos que pasó con su
viaje en tren, sino porque algo similar me ocurrió a mediados de los
noventa, que he contado entre amigos y hora, igual que Erasmo, quiero
compartir con los amigos de HT.
Yo, a diferencia de Erasmo, no iba en un viaje de placer ni mucho menos,
estaba determinado por los problemas de salud de una tía que había
sufrido un infarto cardiaco y era reportada de grave en el Hospital
provincial de Ciego de Ávila.
La crisis del transporte por aquellos días era peor que ahora, los
ómnibus interprovinciales escaseaban, creo que hasta el único vuelo de
mi ciudad Guantánamo-Habana estaba cancelado en esa época, así que no
tenía otra opción que montarme en el gigante de hierro para dirigirme a
la Ciudad de las Piñas.
Mi tía podía morir en cualquier momento, y la tristeza me embargaba,
pero optimista como soy pensé siempre en su recuperación y decidí
aprovechar el viaje no solo para ayudar en sus cuidados, sino también
para conocer esa ciudad de la que solo sabía lo que había leído o visto
en televisión.
De la estancia en tierra avileña no tengo quejas, desde la atención de
mi tía en el hospital provincial, hasta las personas que, aunque
diferentes a los orientales, no dejan de ser hospitalarios y atentos.
La estancia en el tren, sin embargo, fue otra cosa bien diferente.
Empezando por la salida con tres horas de atraso y la llegada con 10.
Durante la tarde todo estuvo bien, o mejor dicho regular, porque en un
tren cubano nada marcha bien. Pues estuvo regular hasta que el baño
comenzó a regalarnos esa fragancia que solo un tren y un baño de
terminal pueden dar.
Después al olor del baño se unió otro más desagradable aún que no sabía
de dónde procedía, pero de mantenerse me desmayaría en cualquier momento.
Afortunadamente la ferromoza sí lo conocía bien, llegó hasta donde se
originaba, se acercó a un joven alto y le dijo: Óigame, ponga sus
zapatos de vuelta a sus pies, de donde nunca debieron salir o lo tiramos
a usted por la ventanilla, y créame que no estoy jugando. El muchacho
sonrió y nos dio algo de alivio al ponerse el calzado.
Llegó la noche entre comidas, conversaciones, quejas, risas y lamentos.
Imagino que casi todos los viajeros pudieron dormir un poco, todos,
excepto mis compañeros de coche y yo, que fuimos acompañados por un
borracho mejicano, es decir un borracho que pasó la noche entera
cantando mariachis, y una niña de 7 meses que lloraba.
Lo más curioso del caso es que si la niña y el borracho hubieran
ensayado, no lo hubieran hecho tan perfecto; cuando la niña lloraba el
borracho callaba, y apenas el intérprete comenzaba a cantar, la niña
automáticamente se callaba.
Recé y recé para que esos dos unieran sus repertorios musicales y así a
lo mejor se callaban también al mismo tiempo, pero ¡qué va! no hubo Dios
que escuchara mis plegarias. Pasamos la madrugada entera escuchando
aquel concierto inesperado.
Cuando los rayos del sol regresaron al otro día había gran tranquilidad.
No me lo podía creer, me había quedado dormida al igual que la niña y el
mariachi. Así estuve durante una hora y media más o menos, faltaba una
hora aproximadamente para llegar a mi destino cuando comenzó a caer la
lluvia que nos había amenazado durante todo el trayecto.
La lluvia refrescará el ambiente y se llevará los olores extraños,
pensé. Y comencé a disfrutar del olor a tierra húmeda que tanto me
gusta, cuando comenzaron a caer goterones encima de mí y del vecino del
asiento delantero.
Rápidamente me paré. Tendré que hacer el resto del trayecto de pie,
carajo, era lo único que me faltaba, dije en voz alta.
Pero el vecino buscó una solución, encontró un pedazo de cartón que nos
sirvió de paraguas dentro de aquella tartabia de tren.
Así estuvimos unos 10 minutos cuando un movimiento inesperado del vecino
movió el cartón y dejó caer toda el agua acumulada sobre mi cara.
Y así finalicé el viaje, 10 horas más tarde de lo que debía, llena de
olores, el más agradable era el olor a hiero, y por último empapada.
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