27 de marzo de 2017

Luis Alberto Lacalle Herrera, un gourmet de la cocina política

Luis Alberto Lacalle Herrera, un gourmet de la cocina política
MAYKEL GONZÁLEZ VIVERO | Montevideo | 27 de Marzo de 2017 - 08:28 CEST.

Aquel salón de Montevideo reposó en las almohadas de la disertación
hasta que alguien dijo "políticos profesionales", acaso con desdén. Sonó
desapasionado. El orador entonaba sin énfasis y el desaire hasta parecía
sutil.

Alguien, un ponente del coloquio "Sociedad civil y democracia. Los retos
de Cuba y las experiencias latinoamericanas", dijo "políticos
profesionales", acaso con sorna, mirando de soslayo al auditorio, pero
no terminó la frase.

—¡A mucha honra! —interrumpió Luis Alberto Lacalle.

Y cuando el ponente quiso completar su juicio sobre estos, sí, no hay
otra manera de nombrarlos, al fin, "políticos profesionales", volvieron
a interrumpirle.

—¡A mucha honra! —repitió Luis Alberto Lacalle desde la primera fila.

Una tarde montevideana, a toda velocidad por la rambla, me relataron una
lección de salud política. Juan Rodríguez, joven asistente del diputado
Jaime Trobo, la recibió del expresidente Lacalle durante una campaña,
ante los cristales del automóvil.

—Advirtió que no podíamos saludar con la mano inmediata a la ventana del
auto —Juan ilustraba la explicación con algunos ademanes—. Se corre el
riesgo de partirse la muñeca. Por eso hay que dar la otra, que siempre
controlas mejor.

La otra. La izquierda. Pero aquí no hay metáfora, salvo la que revela al
político profesional. Se trata de conservar la mano. El doctor Lacalle,
un gourmet de la cocina política, cree que ambas, izquierda y derecha,
son útiles a la mesa.

—La lucha contra la inflación tiene una sola receta —me dice—, ¿y es de
izquierda o de derecha luchar contra la inflación? Para mí no hay
izquierda o derecha, ¡hay lo bueno!

Aquí golpea la mesa. Ya estamos en la cocina política, un restaurante de
Montevideo. Se llama 1904. Cocina política, en recuerdo de la última
guerra civil uruguaya. Blancos contra colorados. Triunfa el batllismo,
pero el verdadero mito de la contienda es blanco: Aparicio Saravia. Por
eso mismo, de seguro, 1904. Cocina política es un santuario que se evita
la filiación. Al fondo, en la pared, Bolívar y Oribe, Artigas y alguien
más. Tras la silla de Luis Alberto Lacalle cuelga un abigarrado retrato
de Eva Perón. La especialidad de la cocina política es la parrillada.

—Doctor Lacalle ―empiezo, al abrigo de las parrillas―, ¿usted también se
enamoró de la Revolución Cubana?

—Pertenezco a la generación de la Revolución Cubana en cuanto a tiempo
histórico. En 1958 yo tenía 17 años y por primera vez participaba en una
campaña electoral. No podía votar, pero participé, porque mi abuelo, el
doctor Luis Alberto de Herrera, era el caudillo.

Y acaricia el dedo, ahí donde lleva el anillo del abuelo. Se anima
bastante, sofocando la risa, cuando recuerda que habló en público
aquella vez: "Es que no podía votar, pero participé de todos modos."

—Paso a paso, como toda la gente joven de América, tuve una ilusión con
Fidel Castro, una figura muy atractiva que, además, siempre gozó de una
muy buena prensa. Porque Fidel, en gran medida, desde la Sierra Maestra
es un poco el hijo del New York Times y de la prensa liberal
norteamericana que lo erigió en héroe universal. Vino acá a Montevideo
en el año 59. Yo lo conocí. Ya te digo, yo era un chiquilín. 20 años.
¡No, 18! Nací en el 41.

—¿Por qué se le terminó la ilusión?

—Todo el mundo se entusiasmó hasta el momento en que Fidel dice: "soy
comunista". Desde el principio lo acusaban de comunista. Hay una
grabación suya donde decía: "¡Campaña canallesca!". Y al poco tiempo,
aparece afirmando: "He sido y seré marxista leninista".

—"¡Campaña canalleeesca!" —alarga las vocales, modula, imitando la voz
de Fidel Castro.

—¿Era contradicción o cálculo? —pregunto, como si a estas alturas
importara dilucidarlo.

—Al parecer era impostura y tuvo gran éxito —dice Lacalle—. Por eso los
que somos visceralmente anticomunistas ya le hicimos una quita. Pero
como jugó muy bien la carta del país chico amenazado por Estados Unidos,
junto con una política muy torpe de Estados Unidos hacia Cuba, Fidel
pasó toda la década del 60 convertido en un símbolo. Por supuesto que
nos desilusionamos mucho con él cuando empezaron los fusilamientos,
cuando empezó aquel terrible momento de Guevara y él, cuando desaparece
Cienfuegos en aquella muerte tan dudosa, cuando pone preso a Huber
Matos, de quien luego fui amigo y a quien respeté mucho… Hablo con
pasión porque este tiempo, el de la Revolución Cubana, ¡es nuestro tiempo!

—¿Cómo fue la relación con el Gobierno cubano mientras usted desempeñó
la presidencia?

—Llevábamos relaciones diplomáticas normales. Aunque tuve un par de
discusiones públicas con Fidel. En la Cumbre de Guadalajara tuvimos el
primer choque. Repliqué públicamente a unas cosas que dijo. Quedó
sorprendido. Después nos seguíamos viendo en las cumbres de
Iberoamérica, en la de los Quinientos años en Sevilla… Nos seguíamos
viendo, siempre bromeando y discutiendo.

El expresidente recuerda una broma antes que una discusión. La cocina
política soporta bien el humor si escuece como salsa picante.

—Nunca me olvido de la última vez, cuando casi terminaba mi periodo, en
Cartagena. Se me acerca el comandante y me dice —Lacalle imposta—: "¡Tú
eres de los buenos!" Él siempre sentenciaba, ¿no? Con aquellas manos tan
lindas que tenía —me señala con el índice, imitándolo—. Es un gesto, de
todos modos, bastante desagradable. Él siempre gesticuló mucho. Era muy
expresivo, muy latino.

El expresidente recuerda una broma que incluye la evocación de Fidel
Castro y sus dedos rematados por uñas puntiagudas, haciendo molinetes.

—Y me dice: "Tú eres de los buenos, y voy a volver a verte aquí". Pero
en Uruguay no hay reelección, por suerte, una de las grandes cosas de
nuestro país, y yo le dije una barbaridad —ríe mejor que nunca—: "Bueno,
si yo vuelvo acá, que es muy difícil, pero puedo volver algún día,
espero que usted no esté". Entonces me miró. Claro, fue una cosa un poco
fuerte. Y me dice: "¡Estaré en el cielo!" Le digo: "En el cielo, no.
Aunque la misericordia de Dios es infinita". Nunca más nos vimos.
Después me empezaron a atacar mucho en [el periódico] Granma. Me decían
"el presidente Lacayo", en vez de Lacalle.

—Es un calificativo que usa en el discurso oficial cubano para aludir a
la dependencia de Estados Unidos.

—Lacayos del imperialismo.

—Exacto. ¿Ustedes, los nacionalistas uruguayos, han sido lacayos en ese
sentido típico?

—Toda la vida fuimos muy antimperialistas. Abuelo defendió mucho a
Sandino, que fue traicionado por el comunismo después. Siempre
defendimos la soberanía, la autodeterminación. Pero, claro, en Cuba no
había autodeterminación, y la soberanía estaba condicionada por la Unión
Soviética.

Y así volvimos a Luis Alberto de Herrera, el patriarca ideológico de los
Blancos. En la Casa del Partido Nacional, una mansión palaciega, sigue
vacía la silla de Herrera. Uno va a sentarse, distraído, y le avisan,
no, que ahí se sentaba antaño. Uno se sonroja. Es una silla común, vacía
no —dicen—, ocupada para siempre.

—Él estuvo en Estados Unidos a principios del siglo XX, y escuchó un
discurso famoso de Roosevelt donde anunciaba que "el patio trasero" era
de ellos. Entonces Abuelo mandó un informe diplomático a la cancillería
diciendo: "Mira, es tremendo lo que afirma este hombre, que tiene un
enorme empuje, es una figura muy fuerte —cuando, además, crean Panamá,
se meten en el canal—. Siempre tuvimos esa posición.

—¿Cuándo comenzaron sus contactos con la oposición cubana?

—Pasada la presidencia me acerqué a ellos. Siempre digo lo mismo: el
tema de Cuba, el tema de Venezuela, son temas de los venezolanos y de
los cubanos. Pero cuando estuve en dificultades, preso bajo la dictadura
en el 73, me alentaba mucho cuando alguien hacía algo por nosotros en el
extranjero. He tratado de devolver aquel gesto ocupándome de gente
perseguida. Por ejemplo, fuimos a la elección de diciembre del año 15 en
Venezuela, y cuando me preguntaron —ahí me vio mal la propia gente del
gobierno— dije: "Vengo acá porque hay gente que está siendo perseguida".
Eso ha sido una constante en nuestro trabajo, y yo me siento muy a gusto
haciéndolo.

—¿Usted simpatiza particularmente con algunos sectores de la oposición
cubana?

—Cuando era presidente, entre el 90 y el 95, vinieron Orlando Gutiérrez
y Carlos Alberto Montaner al Uruguay. Aprecio mucho a Montaner y a su
esposa. Tenemos una linda amistad. Teníamos relaciones con Cuba, y a
pesar de eso los recibí en mi despacho de la Casa de Gobierno. Sentí que
debía darles una personería muy importante. Ahí quedamos amigos. Traté a
Silvia Iriondo, gente a la que guardo un gran cariño. Después conocí a
Payá, a mi amigo Antúnez, que lo quiero tanto. Sé que hay muchos grupos
en la oposición. Teníamos menos relación con la gente de Mas Canosa. Su
manera de pensar estaba más lejos de la nuestra.

Luis Alberto Lacalle tiene a Jorge Luis García Pérez (Antúnez) por
ahijado político, como el diputado Jaime Trobo es su legítimo hijo
político. De estos parentescos dijo en la Casa del Partido Nacional,
sentado a la mesa del Directorio: "A Antúnez no le favoreció en Cuba que
yo lo prohijara." A Trobo, por su parte, lo ha visto en un desfile
triunfal: "Jaime ha sido un gran luchador por Cuba. Yo le decía a Huber
Matos: 'Cuando entren a La Habana irás a la cabeza de la caravana, pero
en el segundo jeep va Jaime'".

—No termina la discusión sobre la muerte de Oswaldo Payá. ¿A cuál
versión se adscribe usted?

—El asunto siempre ha estado en la oscuridad, como el de Cienfuegos. Hay
razones fundadas para pensar que no fue un accidente, pero no tenemos
las pruebas. A Payá lo sentí como un héroe civil. Cuando Oswaldo toma
ese artículo de la Constitución castrista y lo quiere poner en vigencia,
hace un gesto de valentía civil. Y los que firmaron, también. Firmar
bajo un Gobierno de ese tipo es poner nombre y apellido en la oposición.
Una cosa es tener opiniones y otra es firmar. Le tuvimos mucha
admiración a Oswaldo. Estuve con él en Madrid antes que muriera.

"Así que siempre hemos tratado de ayudar en lo que fuera a abrir una
oportunidad para que se expresaran los cubanos. Porque es el único
régimen de su tipo en América" —dice Lacalle, y así replica a quienes
niegan, en reciente moda discursiva, el argumento de la excepcionalidad
cubana—. "Por lo menos Chávez tenía un origen legítimo. Nos guste o no,
lo tenía. Los gobiernos deben tener dos legitimidades: la de origen y la
de ejercicio. Una sin la otra deja una democracia renga. Chávez, por lo
menos, legitimidad de origen tuvo. Después en el ejercicio no fue
legítimo porque no respetó los poderes. Maduro, ¡ni qué decir!"

Otra alegoría de la democracia, al gusto de los antiguos. Si la Justicia
llevaba los ojos vendados y la Poesía una pluma de ave, a cierta
Democracia hay que pintarla coja. Falta establecer de qué pierna
dicotómica cojea.

—En la década pasada prosperó la izquierda en la región —empiezo—. Fue
la respuesta de los pueblos a los problemas sociales. Ahora se invierte
el escenario. ¿El liberalismo económico y sus políticas públicas aún
tienen soluciones para América Latina?

—Voy a publicar un libro que se titula América Latina entre Trump y
China. Va de eso. Yo creo que hubo dos polos de opinión, uno fue el
Consenso de Washington, donde se juntaron los teóricos del liberalismo,
y el otro fue el Foro de Sao Paulo, con los teóricos de esta segunda
etapa del castrismo, que es el castrismo instrumentado a través de los
votos, no de la guerra.

—¿Se refiere a las guerrillas inspiradas en la Revolución Cubana?

—En el Uruguay sufrimos la guerra urbana, la guerrilla que se levantó
contra un país que vivía en paz. Acá el discurso de Fidel, el de Guevara
en la universidad, dijeron claramente: "Ustedes no hagan la revolución,
sigan votando, tienen el instrumento…" Y esta gente, con la soberbia
típica de las minorías radicales, nos metieron en un lío que terminó en
la dictadura. Destruyeron la democracia uruguaya que funcionaba
perfectamente. Había dificultades, pero el mecanismo de gobierno era
respetadísimo.

—¿Qué piensa de la gestión administrativa de las izquierdas
latinoamericanas?

—El primero es Lula. Después siguen, no me acuerdo en qué orden, los
gobiernos de Ecuador, Bolivia, Venezuela con aquella caja inextinguible
de dinero. Fernando Henrique Cardoso, el expresidente de Brasil, tiene
una expresión muy gráfica. Dice: "Una cosa es Chávez con el barril de
petróleo a 150 o 130 [dólares], otra con el barril a 50". ¡La magia se
acabó cuando se acabó el dinero!

"Aunque los gobiernos han sido todos distintos —sigue Lacalle—. Por
ejemplo, en Bolivia no hay duda de que Evo Morales resolvió una vieja
división social muy injusta con los indígenas. Les dio una voz. Que lo
empujaran a llegar al gobierno fue muy natural. Yo, si fuera boliviano,
hubiera hecho lo mismo. Lo de Ecuador es distinto. Hay un cansancio de
los partidos políticos, pero eligen a un hombre notoriamente
desequilibrado como Correa, aunque muy inteligente. Y en el Brasil, sin
lugar a dudas, de socialismo no se hizo nada. Hubo una política social
muy buena, el Plan Hambre Cero, una política que todos respetamos mucho.
Pero estaba alimentada y funcionaba gracias a una organización
capitalista empresarial. Brasil es un gran país empresarial."

—O sea, políticas públicas de inspiración socialista, pero sin
socialismo "real" —y parece una ecuación inteligente que tampoco
funcionó—. Doctor Lacalle, ¿volverá el neoliberalismo?

—No ha habido ningún socialismo químicamente puro, salvo en Cuba.
Bolivia tiene una política muy sabia de reservas internacionales, propia
de un gobierno liberal. En el Perú, también. De todos modos, ahora que
viene la caída de Venezuela, el rechazo a Lula en el Brasil, no creo que
volvamos al neoliberalismo…

—Como lo conocimos en los 90…

—Aunque algunos gobiernos como el de Chile, encabezado por el socialismo
y la democracia cristiana, se sirvieron de la libre empresa y generaron,
además, muy buenas políticas sociales —dice Lacalle, y nos devuelve, de
pronto, a los 90—. El gobierno nuestro bajó la pobreza a la mitad. Y era
un gobierno de apertura económica, pero con un sustento social muy
antiguo. El Uruguay es un país con una red social de contención quizá
única en América. Y durante nuestro gobierno bajamos la pobreza y
abrimos la economía. Yo creo que vamos a ir en busca de fórmulas híbridas.

Y aquí Luis Alberto Lacalle, al calor de la cocina política, realiza una
operación muy uruguaya, ecléctica si se quiere: la encrucijada ya no
apasiona. El cuento va por otro camino. Ni la izquierda ni la derecha.
¿El centro?

—Tratar de gastar lo que se tiene y no incurrir en déficit no es una
política de izquierda ni de derecha, ¡es una política sana! —aquí golpea
la mesa—. Porque, salvo los estados que se quieren endeudar y endeudar,
haciendo cargar las deudas sobre futuras generaciones, todo el mundo
trata de gastar lo que tiene y no gastar de más. Yo creo que vamos a una
cosa del medio, equilibrada, con fuerte énfasis en políticas sociales,
pero con financiación proveniente de una organización de mercado, de
buenos acuerdos comerciales y de eficiencia productiva.

—¿Cómo convive el Partido Nacional con la izquierda que gobierna Uruguay?

—Acá la izquierda ha tenido una ventaja. No, dos ventajas. Una, la
mayoría absoluta en el parlamento, en un país donde todo se hace por
leyes; dos, la prosperidad de los precios internacionales, que fue
increíble. Tuvieron 10 años de bonanza que hubieran alcanzado para
transformar el país. Y lamentablemente soltaron las riendas del gasto de
una manera tal que hoy día tenemos un déficit del 4%, después de haber
tenido equilibrio fiscal durante nuestro gobierno y haber comenzado a
gobernar el Frente Amplio con 2% o 3% de déficit. Hoy tenemos 4%, ¡y se
acabó la prosperidad! Entonces estamos ante una situación… Y mira que no
es tanto el gasto social. Tomaron 60.000 empleos públicos. Hubo un
desmadre del gasto, especialmente durante el gobierno del presidente
Mujica. Ahora están recogiendo tela, pero, claro, tienen que cumplir con
sus postulados sociales y están en una situación muy difícil. La
izquierda va teniendo 15 años seguidos de mayoría parlamentaria y no ha
transformado nada de lo que tenía que transformar.

—El presidente Mujica perdonó la deuda de Cuba, ¿cómo lo recibieron los
partidos de oposición?

—Cuba había traído los famosos médicos, hicieron una obra muy buena.
Claro, no sabemos si son médicos al nivel de los nuestros. Pero se
perdonó porque era Cuba. Uruguay, en ese sentido, tiene una tradición de
filantropía… Después de la Primera Guerra Mundial le perdonamos la deuda
a Francia. El Uruguay es un país muy afrancesado —lo dice con énfasis—.
La cultura política es francesa. ¡Le perdonamos la deuda a Francia! Y,
bueno, hicimos lo mismo con Cuba.

Luis Alberto Lacalle había dicho, en la Casa del Partido Nacional, que
"Fidel Castro retomó la tradición del jacobinismo". Según quien hable,
podría tratarse de un elogio. Pero la silla vacía de Luis Alberto de
Herrera avisa también contra los radicalismos, aunque sean
fundacionales. En aquel salón las banderas se arrastraban serenamente.
La solemnidad del mobiliario estilo renacimiento español, sin embargo,
discrepaba con las cajas agujereadas del aire acondicionado. La
atmósfera de 1904. Cocina políticaprefiere caldearse al abrigo de las
parrillas.

—¿Hay una tradición jacobina en el Uruguay? ¿Qué es el jacobinismo para
usted?

—Mi abuelo llegó a sostener que la independencia americana se alimentó
con lo peor de la Revolución Francesa. No con las ideas de fraternidad,
igualdad y libertad, sino con el jacobinismo, que es "al enemigo se le
mata". Y yo creo que el castrismo fue una forma de jacobinismo.

—¿Tienen futuro los jacobinos en América Latina?

—Los admiradores de la Revolución cubana reeditaron el jacobinismo.
Llegaron a decir: "No tenés razón porque estás contra Cuba". Y eso,
dicho así, es terrible.

La cocina política está a punto. Hay parrillada.

—Gracias, doctor Lacalle.

—Bueno, ¡vamos a comer!

Montevideo, 9 de marzo de 2017

Source: Luis Alberto Lacalle Herrera, un gourmet de la cocina política |
Diario de Cuba - http://www.diariodecuba.com/cuba/1490278367_29865.html

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