12 de febrero de 2014

Razón práctica y conducta moral

Razón práctica y conducta moral
La fórmula que permite el control del país no ha cambiado, pero tanto se
ha intensificado la represión como producido un aumento de los actos
opositores
Alejandro Armengol, Miami | 11/02/2014 2:52 pm

A grandes rasgos, el debate sobre la oposición en Cuba se divide en dos
tendencias: los que sostienen que los moderados cambios económicos que
ha llevado a cabo el gobierno de Raúl Castro son el principio de una
apertura mayor aunque paulatina —cuya extensión aún es imposible
determinar, por lo que todo se queda en una esperanza— y los que
priorizan o exigen cambios políticos profundos ―en el sentido de un
avance hacia la democracia―, que aún no se han producido y nada indica
se llevarán a cabo de inmediato ni de que exista interés en realizarlos.
Hay también un importante sector, que considera que los cambios
económicos y políticos deben hacerse de forma simultánea, aunque en
definitiva esta opinión termina por situarse del lado de los que exigen
mayor libertad, o al menos cierta libertad.
Lo que se escucha y lee en la actualidad sobre la situación cubana
pueden reducirse a la fórmula del vaso medio lleno de agua: los que ven
en cualquier iniciativa hacia la economía de mercado un avance
libertario y aquellos que consideran que una aparente protesta en un
pueblo de la Isla, el temor ante cualquier brote epidémico o cualquier
queja frente a la recurrente escasez constituyen la chispa para el
comienzo de una oleada de manifestaciones y actos —al estilo de lo
ocurrido durante la llamada "Primavera Árabe" y con anterioridad
histórica, durante la caída del Muro de Berlín— que podrá fin al
gobierno de los hermanos Castro.
El vaso reformista medio lleno y el vaso gobernante medio vacío gracias
al tiempo; el desgaste del sistema y la acción opositora.
En la práctica, y con independencia del punto de vista político que se
adopte, la visión que impera es la del vaso vacío, que se quiere llenar
de esperanzas.
Las reformas económicas que ha puesto en marcha el gobierno cubano ―o
comienza a poner en marcha― son más importantes de lo que algunos aún se
niegan a reconocer en Miami, pero al mismo tiempo no hay avance en la
creación de una sociedad civil y tampoco en el establecimiento de una
escala de valores y actitudes, en el ciudadano común, que permitan
infundir aliento o esfuerzo en la edificación futura de una sociedad
democrática.
En este sentido, la fórmula que permite el control del país no ha
cambiado, a la hora de inclinar la balanza a favor del régimen, pero
tanto se ha intensificado la represión como producido un aumento de los
actos opositores, de forma pública y en cualquier rincón del país. Sin
embargo, este incremento no ha alterado el hecho de que el aparato
castrista controla la calle, salvo algunas acciones puntuales, llevadas
a cabo por la oposición o por los cuentapropistas, realizadas en los
últimos meses.
De momento no es posible atribuir, ni a las protestas ni a las reformas,
una capacidad sustancial de cambio. Vale decir que las segundas intentan
mantener un statu quo y que las primeras no logran avanzar más allá de
lo ocasional.
Así queda conformado un cuadro en que, por una parte, la protesta contra
la falta de libertad y la ausencia de democracia encuentra su definición
mejor en el terreno cívico ―y sobre todo moral―, mientras que el
esfuerzo por hacer avanzar o lentificar e incluso entorpecer —para
evitar que se produzcan— los cambios económicos está vinculado a
intereses de control político y empresarial.
Si colocamos a un lado a una dirigencia y a una burocracia empeñadas
solo en el entorpecimiento de estas dos vías —y en última instancia
condenadas al fracaso—, quienes en un sentido general buscan una
transformación en el país enfrentan dos participaciones diferentes.
Libertad política y ventajas económicas. Los que buscan estos dos
objetivos que en la practica pueden resultar diversos —pero en última
instancia no lo son en esencia— se diferencian en profesión, simpatías y
alcance de sus esfuerzos.
Es decir, que tradicionalmente quienes sostienen una posición moral sin
claudicación alguna —siempre y cuando sus intenciones sean sinceras—
trascienden más en la prensa, la literatura y la historia, pero menos en
cuanto a resultados prácticos.
Activistas, poetas, escritores en general y miembros de un exilio lleno
de añoranzas integran sus filas.
Mientras, en el otro bando se encuentran los políticos en general, un
grupo característico de militares y represores, empresarios nacionales y
extranjeros, así como funcionarios de todo tipo, quienes representan o
forman parte de los grandes intereses económicos, —podemos decir que
incluso mercenarios de diversa índole, para poner también la cara más
fea del grupo― y hasta algún que otro periodista más o menos astuto.
Al final, no resulta relevante ver en blanco y negro esta división. Es
más, es incorrecto señalar un bando de buenos y otro de malos. Lo
importante es no olvidar que ―aunque se alcen los gritos contra el
oprobio― la actitud pragmática avanza mucho más rápido, y sabe más, en
la mayoría de los casos.
La complicación en el caso cubano —y también la complicidad— es que
ambas sendas no marchan por caminos paralelos, como resultaría normal
desde una óptica impersonal, sino se cruzan, muerden y atacan a cada minuto.
Con un exilio demasiado largo ―que lleva a preguntarse si la pasión por
la patria termina por ser un anacronismo―y a la vez poderoso, capaz de
influir y determinar políticas de otra nación, aunque también incapaz de
conquistar Estado alguno, cuyo peso político relativo dentro de Estados
Unidos —desproporcionado para las cifras demográficas de la minoría que
lo integra— le lleva a alimentar la ilusión de que uno de sus miembros
logrará alcanzar la presidencia del país más poderoso del planeta, pero
que al mismo tiempo ha fracasado sistemáticamente en igual empeño en su
lugar de origen.
Así tenemos a legisladores cubanoamericanos que dedican la mayor parte
de su labor a la justa denuncia de la represión en Cuba, pero que al
mismo tiempo no se preocupan porque quienes viven en la Isla puedan
alcanzar la menor libertad económica dentro del régimen, ya que
consideran que este logro siempre estaría mediatizado por la necesaria
obediencia o al menos el silencio y la tolerancia hacia la falta de
libertades civiles, e incluso la complicidad con el régimen impuesta por
un código admitido de "estarse quietos y no buscarse problemas".
Políticos que desde sus oficinas en Washington y Miami apuestan al todo
o nada, una posición fácil de asumir cuando la vida cotidiana no depende
del ómnibus que no llega ni de la comida que falta.
Cierto que el culpable de ello es el gobierno cubano —repetirlo se ha
convertido en un tedio necesario—, pero certeza similar es constatar que
la impotencia, a la hora de producir un cambio más profundo en Cuba, se
sustituye por el empecinamiento en cerrar cualquier camino que
signifique un alivio parcial, por más limitado que este sea, a las
carencias que existen en su país de origen.
La apuesta del todo o nada caracteriza a una intransigencia política que
se define muy fácil contra el totalitarismo imperante en Cuba y adquiere
carta de reconocimiento moral como repudio de un régimen opresor.
Sin embargo, a la hora del juego político en que participan actualmente
la mayoría de las naciones, sirve poco más que para la denuncia. En este
terreno, y a partir de la llegada de Raúl Castro a la presidencia, La
Habana ha intentado un cambio de imagen sin modificar la esencia.
Nos guste o no, a los que salimos de Cuba por los motivos más diversos,
no se puede negar que el régimen de Raúl Castro ha tenido éxito en
vender la ilusión de un cambio radical, mientras mantiene un control
rígido del país. La recién concluida a II Cumbre de la Comunidad de
Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) y el hecho de que la Unión
Europea esté iniciando los pasos para abandonar la llamada "Posición
Común" no dejan de ser victorias diplomáticas del gobierno de Raúl
Castro. Victorias limitadas, sí, pero no por ello menos importantes
desde el punto de vista de la propaganda, la imagen y un mensaje de
permanencia y continuidad dentro del castrismo.
La táctica represiva puesta en práctica en la actualidad resulta muy
eficiente a la hora de implantar el terror: reprimir de forma limitada y
solo lo necesario, pero al mismo tiempo no permitir que se olvide o se
pierda el miedo.
Hasta el momento, el instrumento ha resultado perfecto en impedir que
cualquier protesta, la más mínima, adquiera un carácter generalizado.
Esa vendría a ser la mitad de la ecuación. La otra mitad radica en la
existencia de horizontes alternativos, que hacen que todo cubano
residente en la Isla lo piense dos veces —y hasta cuatro y cinco— antes
de unirse a un grupo disidente.
La alternativa entre la cárcel y el esperar la oportunidad de partir
hacia Miami define desde hace décadas la realidad cubana.
¿Existe una salida al respecto? De momento la única posible parece
radicar en una apuesta hacia un futuro incierto, determinado por la
muerte de los hermanos Castro, lo que puede ocurrir en uno, cinco, diez
o más años.
Entregar el destino del país a la biología no deja de ser la ilusión de
la impotencia. Hay algo más en esta porfía desafortunada. El
poscastrismo no es un garante democrático. Si se reconoce que el proceso
ha comenzado en cierto sentido, y que son los propios Castro quienes
están dictando las pautas del entierro, lo mejor es poner las esperanzas
en otro suelo.
Lo demás se concentra, por una parte, en esos dilatados cambios
económicos y sus pequeñas recompensas y distracciones, y por la otra en
una geografía que cada vez funde más la historia: Miami y Cuba, ahora
entrelazadas más que nunca por la nueva política migratoria del gobierno
de La Habana, que ha comenzado a cambiar no solo la perspectiva cubana
sino también la de esta ciudad. La geografía ha terminado por imponerse
sobre la historia.

Source: Razón práctica y conducta moral - Artículos - Opinión - Cuba
Encuentro -
http://www.cubaencuentro.com/opinion/articulos/razon-practica-y-conducta-moral-316711

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