3 de febrero de 2011

La Habana: los orígenes de la metrópoli

La Habana

La Habana: los orígenes de la metrópoli

El esplendor habanero no tuvo émulos dignos en ningún otro centro urbano
del Caribe Hispánico

Haroldo Dilla Alfonso, Santo Domingo | 10/01/2011

"…es ciudad en sombras,
hecha para la explotación de las sombras,
sombra ella misma…"
(Alejo Carpentier)


A los que nacimos y crecimos en La Habana, y hemos sido parte de su
arrogancia metropolitana, nos cuesta trabajo imaginar su origen
tortuoso, como un pequeño poblado zigzagueante y errático, varias veces
expuesto a la desaparición.

Pero fue así por mucho tiempo. A mediados del siglo XVI La Habana no era
más que una aldea vapuleada por un pirata de cuarta categoría, Jacques
de Sores, cuya embestida en 1554 hizo correr al Gobernador español hasta
lo que entonces era un poblado de indios llamado Guanabacoa. Su
supervivencia se debía a su modesto rol como aprovisionadora de comida y
animales de los colonizadores de la Nueva España. Debió ser, imagino,
uno de esos puntos geográficos que los marinos trataban de evitar por
aburridos e insalubres.

Varios poblados caribeños le aventajaban en riquezas y habitantes, y en
particular la ciudad de Santo Domingo, un lugar cosmopolita que reunía a
comerciantes, plantadores, aventureros de todos los tipos y una Iglesia
poderosa que contaba en su planta con los primeros proponentes del
humanismo contemporáneo: los frailes Antonio de Montesinos y Bartolomé
de las Casas. Centro político y eclesiástico del imperio naciente, la
actual capital dominicana albergaba algunas primicias continentales de
altos quilates: la primera universidad, la primera catedral, la primera
calzada empedrada de corte europeo, las primeras mansiones de piedra, y
también la primera aglomeración marginal en lo que hoy es el pintoresco
barrio de Santa Bárbara.

Todavía en 1580 La Habana tenía —por número de hombres españoles jefes
de familias— el sexto lugar en el Caribe, con sólo 60. Si calculamos
unos 7 habitantes por cada "vecino", entonces la población total debió
rondar los 400 habitantes. Le aventajaban en población Santo Domingo,
San Juan y tres villas cubanas: Baracoa, Bayamo y Santiago de Cuba, que
era la capital colonial. Pero ya por entonces la suerte de la ciudad
comenzaba a cambiar.

El punto de arranque de la primacía habanera estuvo ligado a un marino
incansable, católico devoto y cercano colaborador de Felipe II: el
asturiano Pedro Menéndez de Avilés. Llegó a ostentar una condición que
muchos políticos cubanoamericanos envidiarían: Gobernador de Cuba y de
la Florida. Pero Menéndez de Avilés fue sobre todo un estratega que
gustaba imaginar las cosas en el largo plazo. Por eso aconsejó la
fortificación de La Habana, Santiago de Cuba, Santo Domingo, San Juan y
algunos otros puertos continentales. Y lo que no es menos importante,
recomendó el mantenimiento del sistema de flotas que garantizaba el
abastecimiento y la comunicación entre estas piezas imperiales, y el uso
del Canal de las Bahamas como ruta hacia España y del puerto de La
Habana como el lugar de reunión de las naves. Curiosamente nunca le
interesó la futura capital cubana, sino para garantizar la conquista de
La Florida y el exterminio de los franceses hugonotes. Fue el primer
"hombre fuerte" del Caribe y también el primer político en pensar la
región como un sistema condicionado por la geopolítica —una tradición
que se ha mantenido por siglos— y como una frontera que dejaba fuera un
entorno diferente y eventualmente hostil.

El sistema de flotas fue el pecado original de la grandeza habanera. La
estancia de decenas de barcos de diferentes tonelajes y cargados de
mercancías muy valiosas, proveía a la ciudad de un mercado de marinos
ociosos por buena parte del año, de un stock de mercancías para
distribuir entre las colonias vecinas, de la oportunidad de brindar
servicios a los barcos, de un tonelaje ocioso remanente que podía ser
saciado con "frutos de la tierra" y de los fletes más bajos del
continente. Un set de ventajas que los habaneros supieron aprovechar muy
bien.

Y le confirió por más de dos siglos una oportunidad que compartiría
(desigualmente) con otras ciudades caribeñas: los situados mexicanos. Es
decir, la transferencia neta del plus producto mexicano con las
finalidades declaradas de construir las fortificaciones y de pagar los
emolumentos de funcionarios y soldados. Pero en la práctica los situados
fueron un puntal de la acumulación temprana de la élite local y de los
funcionarios de más alto rango. Finalmente la ciudad se convirtió en una
monumental plaza amurallada que desalentó los apetitos de los piratas
más audaces, y solo fue forzada una vez, en 1762, cuando los ingleses
decidieron movilizar a través del Atlántico a la flota de guerra más
grande de su época. Pero habría que reconocer que se trató de las
fortificaciones más caras del continente.

Fue así como La Habana y su hinterland se constituyeron: desde su
privilegiada bahía. Fue, y sigue siendo, una ciudad portuaria, siempre
mirando al mar (como hacemos los habaneros en el Malecón) y con las
puertas de sus casas abiertas e insomnes, esperando al transeúnte en
busca de comida, ron, alojamiento o solamente de una noche de amor. Fue
la maravillosa hechura del puerto y su ubicación las que determinaron su
fortuna.

Ya en 1553 el Gobernador se mudó para la villa, aunque el status oficial
de capital lo recibió cuarenta años más tarde, en detrimento de Santiago
de Cuba. En 1592 un edicto real le confirió la condición de ciudad,
"llave del nuevo mundo y antemural de las Indias Occidentales". Y sin
lugar a dudas, ya en el siglo XVII La Habana era la ciudad más
importante del Caribe. Un cronista italiano la describió en las
postrimerías de ese siglo como una ciudad agradable, llena de gente
simpática y marcada por casas multicolores de un solo piso. En su bahía
se estacionaban decenas de barcos esperando el momento para partir en
nutridos convoyes hacia los puertos de Andalucía. Y en la ciudad se
movía una masa de población flotante de marineros, soldados y
negociantes que casi igualaba la población de la ciudad calculada en
algunos miles de habitantes.

Era una ciudad alineada en torno a un eje marcado por cuatro plazas: la
Plaza Vieja, la de San Francisco de Asís, la de Armas y algo más
tardíamente la de la Catedral. Aquí se fueron construyendo las casas más
lujosas, cuyas plantas altas eran reservadas para habitación de las
familias y la planta baja usada como almacenes de productos y de
esclavos. En sus contornos fue creciendo una población pobre que
habitaba en bohíos y casas rústicas de madera, y que no tardó, contra
todas las previsiones estratégicas, en brincar las murallas y comenzar a
poblar el hinterland inmediato de la ciudad.

El esplendor habanero no tuvo émulos dignos en ningún otro centro urbano
del Caribe Hispánico.

Desde fines del siglo XVI, Santo Domingo comenzó una brutal decadencia
que desdibujó su carácter urbano por cerca de dos centurias. La ciudad
primada de América —sin un puerto adecuado, sin agua y lejos de las
principales rutas comerciales— quedó reducida a una ciudadela cuyo único
signo de abolengo continuó siendo las edificaciones ruinosas de la
Ciudad Ovandina. La suerte de San Juan fue menos dramática debido a su
rol militar como puesto fronterizo del imperio y como prisión, pero ello
no le deparó una historia menos mediocre. Una y otra quedaron
desconectadas en términos económicos de sus entornos insulares, frente a
los cuales actuaron como cascarones burocráticos.

Otras ciudades gozaron de una mejor inserción al comercio colonial, pero
quedaron relegadas a la función de "ciudades factorías". Cuando la
dinámica comercial cambió sus rumbos, quedaron inevitablemente varadas
en la inopia económica. Fue el caso, por ejemplo, de Portobelo, sede de
la feria más importante del continente, y posteriormente (aunque con
mejor suerte) de su sucesora, Cartagena de Indias.

La Habana se benefició de su condición de centro político, e
indiscutiblemente de su posición en el comercio. Pero lo que hizo la
diferencia en el caso de la capital cubana fue su condición de
proveedora de mercancías, insumos y servicios técnicos a la flota y a
todo el Caribe Occidental (Mérida, Campeche, San Agustín, La Guaira,
Cartagena) y que solo podía realizar movilizando los recursos y los
productores de su entorno. La Habana, por consiguiente, basó su
desarrollo en la subordinación de un hinterland en expansión: primero el
más inmediato marcado por sus suburbios hortícolas y boscosos, desde el
siglo XVIII toda la porción occidental (lo que se conoce como la Cuba A)
y desde fines del XIX toda la Isla.

A mediados del siglo XVIII la ciudad se organizaba en 1,5 kilómetros
cuadrados, unas 120 manzanas, con una densidad de unas 300 personas por
hectárea. Esto arrojaba una población cercana a los 50 mil habitantes,
más unos 10 mil provenientes del entorno más inmediato de la ciudad. Era
cinco veces mayor que las dos ciudades cubanas subsiguientes: Puerto
Príncipe y Santiago de Cuba. Y abarcaba algo más del 20% de la población
insular.

Comparado con otras ciudades caribeñas, La Habana tenía en esa época 10
veces más población que San Juan y unas 13 veces más que Santo Domingo.
Curiosamente tenía entonces un tercio más que lo que tendría San Juan en
1910 y el doble de la población de Santo Domingo en 1920.

La Habana era, indiscutiblemente, la metrópoli del Caribe.

http://www.cubaencuentro.com/cuba/articulos/la-habana-los-origenes-de-la-metropoli-253392

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