De guiñoles, hogueras y pájaros
Abilio Estévez
Barcelona 25-02-2012 - 10:39 am.
'La represión contra las minorías en la Cuba revolucionaria ha durado 
largo tiempo. En cualquier caso, el tiempo que es capaz de soportar una 
vida humana.'
En aquel frenético y contradictorio 1968, yo cumplí catorce años. En 
Cuba nadie salió a la calle, nadie demandó que, en nombre del realismo, 
se buscara lo imposible. Algunos jóvenes se reunieron en los alrededores 
el hotel Capri. Otros, tocaron guitarra en los días larguísimos y 
maravillosos de los muelles de la Playa de Marianao. Cantábamos: If 
you're going to San Francisco, be sure to wear some flowers in your 
hair… Se hablaba, por lo bajo, de Joan Baez, de Bob Dylan. Muchos leían 
a escondidas la edición argentina de Las puertas de la percepción, de 
Aldous Huxley. Nada más. O poco más, que yo recuerde.
Como es habitual en Cuba, los sucesos tuvieron un matiz diferente, 
avanzaron por otros rumbos: nada de revueltas y reivindicaciones 
morales. Aunque por fortuna tampoco hubo matanzas como la de Tlatelolco. 
El mundo por un lado; según su costumbre, la Isla por el otro. Hacía 
algún tiempo que la Isla había comenzado su lento, doloroso y 
extemporáneo proceso de inmovilidad.
Y sin embargo conservo importantes recuerdos de aquel año, al fin y al 
cabo yo estaba comenzando a vivir y todo lo nuevo alcanzaba condición de 
epifanía. Uno de esos descubrimientos tuvo que ver con una función en la 
pequeña sala del Guiñol Nacional. Entonces no sabía ―no podía saber―, 
que era el privilegiado testigo de una histórica puesta en escena; un 
Don Juan de Zorrilla, creación de muñecos para adultos, debido al 
talento de la gran titiritera cubana Carucha Camejo.
Con los años, el recuerdo de aquel Don Juan se ha ido convirtiendo en 
referente inevitable, en hito luminoso del teatro cubano. Ignoraba 
asimismo que no solo sería su impresionante calidad artística lo que 
terminaría convirtiendo en mito aquel Don Juan, a transformarlo en el 
suceso memorable que es hoy también contribuyó su involuntario carácter 
efímero. El que se hubiera intentado borrar para siempre de la historia 
de nuestro teatro.
Hasta mucho después no supe cuánto de oscuro estaba teniendo lugar en la 
historia secreta de Cuba. Años después supe, por ejemplo, que aquellos 
títeres maravillosos (no solo los del Don Juan, sino todos los que 
conformaban el repertorio del Guiñol) habían sido arrojados a una 
hoguera. Ni siquiera la palabra "hoguera", con sus connotaciones 
purificadoras, parece ahora la apropiada. Fue más bien una pira innoble, 
sin pretensiones litúrgicas, que nada conservaba de rituales 
inquisitoriales. Se trató de un fuego escondido, baladí, rutinario. 
Excelente paradigma (en dimensión pequeñísima y mezquina) de lo que 
Hannah Arendt llamó la "banalización del mal". Sin parafernalia, sin 
ostentaciones, sin ínfulas ejemplarizantes, ardieron decorados, diseños, 
textos, muñecos.
No obstante, era solo un elemento del problema, su lado "estético", por 
decirlo así. Por supuesto, la injusticia mayor tenía lugar con las 
personas. Había comenzado una escalada contra la homosexualidad (sobre 
todo contra la masculina: la homosexualidad femenina fue siempre más 
tolerada por los dirigentes de la revolución, como se puede comprobar 
–aún hoy− sin dificultad).
Una escalada en todos los terrenos; principalmente en su lado más 
visible y habitualmente vulnerable, el de la cultura. Quizá sería mejor 
decir que no había comenzado, que se iba extendiendo, se desenvolvía 
inexorablemente. Su origen había tenido lugar mucho antes, y poco a 
poco. De modo que en la Isla ―en la que nueve años antes había triunfado 
una revolución― se comenzaba por demostrar la falsedad de la vehemente 
pintada del centro Censier de París: "La emancipación del hombre será 
total o no será".
Innumerables actores, actrices, escritores, pintores, músicos, fueron 
expulsados de sus puestos de trabajo, de las escuelas donde daban 
clases. Se les llamó "parametrados". La fea, escalofriante, burocrática 
palabra, que parece salida de la imaginación de un hombre como Kafka, 
quería decir que "no cumplían con los parámetros sociales".
A pesar de las recientes disculpas de Fidel Castro por la persecución 
homosexual de aquellos años al diario mexicano La Jornada ―en las que 
llegó a justificarse con el argumento de que demasiados problemas de 
"vida o muerte" le impidieron atender esa injusticia―, lo cierto es que 
en un temprano y agresivo discurso de 1963, y que se puede consultar en 
la red sobre las "desviaciones sociales e ideológicas", el jefe de la 
revolución había declarado:
"Muchos de esos pepillos vagos, hijos de burgueses, andan por ahí con 
unos pantaloncitos demasiado estrechos (Risas); algunos de ellos con una 
guitarrita en actitudes "elvispreslianas", y que han llevado su 
libertinaje a extremos de querer ir a algunos sitios de concurrencia 
pública a organizar sus shows feminoides por la libre. ¿Jovencitos 
aspirantes a eso? ¡No! 'Árbol que creció torcido...', ya el remedio no 
es tan fácil. No voy a decir que vayamos a aplicar medidas drásticas 
contra esos árboles torcidos, pero jovencitos aspirantes, ¡no! Hay unas 
cuantas teorías, yo no soy científico, no soy un técnico en esa materia 
(Risas), pero sí observé siempre una cosa: que el campo no daba ese 
subproducto. Siempre observé eso, y siempre lo tengo muy presente. Estoy 
seguro de que independientemente de cualquier teoría y de las 
investigaciones de la medicina, entiendo que hay mucho de ambiente, 
mucho de ambiente y de reblandecimiento en ese problema. Pero todos son 
parientes: el lumpencito, el vago, el elvispresliano, el 'pitusa' 
(Risas). ¿Y qué opinan ustedes, compañeros y compañeras? ¿Qué opina 
nuestra juventud fuerte, entusiasta, enérgica, optimista, que lucha por 
un porvenir, dispuesta a trabajar por ese porvenir y a morir por ese 
porvenir? ¿Qué opina de todas esas lacras? (Exclamaciones.) Entonces, 
consideramos que nuestra agricultura necesita brazos… […]"
En 1965 se abrieron los campamentos militares para recluir homosexuales, 
religiosos, delincuentes potenciales y potenciales 
"contrarrevolucionarios". Aquellos que, frente al destino manifiesto de 
la patria, mantenían una "conducta impropia". Como se sabe, se crearon 
las llamadas UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción). Y esas 
siglas, aún hoy, continúan impresionando. Setenta años después del 
desafortunado Valeriano Weyler y la diabólica idea de la 
reconcentración, veinticinco después de los campos nazis de encierro 
para judíos y otras "lacras", volvían a abrirse en el mundo los campos 
de concentración. Que fueran de "escala menor", que no condujeran a las 
cámaras de gas, careció y carece de importancia para las víctimas. 
También se sabe que la muerte no es el único modo de morir.
Se dirá, con razón, que la homofobia no es asunto únicamente cubano. La 
intransigencia contra el "diferente", la homofobia en particular se 
halla en casi todas las historias posteriores al surgimiento de las 
religiones monoteístas. En Occidente, con especial virulencia, desde los 
siglos XI y XII, siglos de Cruzadas, en que se endureció de modo 
considerable la intransigencia en contra de cualquier minoría. En 
particular, el machista mundo hispano ha sido extraordinariamente 
minucioso en su escarnio contra el homosexual.
También se dirá que en Cuba ha habido siempre, al menos a la luz del día 
(de noche la mayoría de los gatos son pardos), una acendrada reacción 
contra el homosexual. Sí, por supuesto, existía homofobia en la Cuba 
anterior a 1959. Nadie podrá negarlo. Desde antes incluso del 
surgimiento de la nación, los homosexuales se vieron violentados a la 
máscara o al escarnio.
La palabra "pájaro" y un movimiento de manos imitando alas, servían (y 
seguramente sirven) de ofensa. Según el sabio Fernando Ortiz, la 
costumbre de llamar "pájaros" a los gays, venía del mundo negro, de 
cundango, que en mandinga quiere decir "pajarito". Igual que todos, los 
homosexuales cubanos sufrieron incontables humillaciones a lo largo del 
proceso en que la Isla se iba convirtiendo en país y nación.
En un libro positivista, de 1888, La prostitución en La Habana, su 
autor, Benjamín de Céspedes, describe: "Durante las noches de retreta 
circulan libremente confundidos con el público, llamando la atención, no 
de la policía, sino de los concurrentes indignados, las actitudes 
grotescamente afeminadas de estos tipos que van señalando cínicamente la 
posaderas erguidas, arqueados y ceñidos los talles, y que al andar con 
menudos pasos de arrastre, se balancean con contoneos de mujer coqueta. 
Llevan flequillos en la frente, carmín en el rostro y polvos de arroz en 
el semblante ignoble [sic] y fatigado de los más y agraciados de algunos".
No obstante, encuentro al menos tres razones para destacar el lado 
terrible de la homofobia en aquella Isla nuestra posterior a 1959. La 
primera, la poca variedad, o mejor dicho, el recrudecimiento del 
discurso homófobo. La segunda, que viniera implementada por un proceso 
autodenominado revolucionario, que se proponía, por tanto, subvertir las 
estructuras sociales, económicas, políticas, morales; entre otras cosas, 
sorprende ―y decepciona―, la moral, los prejuicios cristianos que 
pervivieron en revolucionarios que se confesaban ateos. Tercera razón —y 
tal vez la más brutal― el carácter institucional, estatal, la 
politización que asumió a partir de entonces la homofobia.
A partir de ese momento, el homosexual agregó, al estigma de ser un 
traidor a la naturaleza, el estigma más alarmante de ser un traidor a la 
patria. De ir contra la religión de Dios, a ir contra la religión de los 
padres de la nacionales. La sospecha política resaltando cualquier otra 
sospecha. La práctica "contranatural" implicando, por fatal silogismo, 
la práctica contra la patria. Las inclinaciones sexuales como síntoma de 
infamia patriótica. La felación como felonía.
Es bien diferente el homosexual que sufre la repulsa de quienes lo 
rodean, que conoce el "apresamiento" y la "desposesión", eso que Didier 
Eribon ha llamado "el poder de la injuria" (por dolorosa que esta sea), 
al gay injuriado por todo un aparato estatal y por tanto policial. El 
gay bajo la mirada aterradora del poder. El gay a quien la sociedad 
desprecia, tiene la opción de cerrar puertas y ventanas. ¿Qué opción 
queda, el cambio, al gay a quien desprecia todo un Estado?
(Como curiosidad, obsérvese que en el libro de 1888 se advierte, como de 
pasada y con cierta indignación: "llamando la atención, no de la 
policía, sino de los concurrentes indignados…". Lo que al parecer 
significaba que aquellos muchachos se paseaban por las retretas sin 
excesivos miedos policiales.)
La represión contra las minorías en la Cuba revolucionaria ha durado 
largo tiempo. En cualquier caso, el tiempo que es capaz de soportar una 
vida humana. Años en los que el escritor Reinaldo Arenas padeció prisión 
en el castillo de La Cabaña. Años en los que Virgilio Piñera y José 
Lezama Lima, dos de los más grandes escritores del siglo XX, 
desaparecieron de las imprentas, de los planes de estudios, de la vida 
social y fueron obligados a una vida de riguroso silencio. Como 
fantasmas. No por simple juego de la imaginación, Virgilio Piñera creó 
un verbo excelente y extraordinariamente cubano, "fantasmar" (volver 
fantasma), en su pieza Dos viejos pánicos.
Apartar, expulsar, separar, recluir, dividir, confinar, menospreciar, 
desacreditar, y, en última instancia, fantasmar: constantes sociales y 
políticas del aparato represivo revolucionario.
Sé de lo que hablo: en 1977 pasé cuatro noches en un calabozo por 
conversar con un amigo, pasadas las once de la noche, en la puerta de mi 
casa marianense, cercana a la que hasta entonces se conocía como Plaza 
Cívica de Marianao. Nos acusaron de "escándalo público". Antes de 
encerrarnos en un calabozo con alrededor de veinte personas más, el 
carcelero nos obligó a desnudarnos.
"Ahí van dos maricones", gritó a los otros detenidos.
Los dos maricones desnudos, no obstante, encontraron una extraña 
solidaridad: el enfrentamiento con la máquina represora pasa por encima 
de los prejuicios sociales. El juicio, en el que el fiscal del Tribunal 
Provincial de La Habana pedía un año de privación de libertad, se 
celebró tres angustiosos años después. Nunca se nos comunicó sentencia 
alguna. Como no volví a entrar en la cárcel, y han pasado treinta y 
cinco años, creo suponer que haya sido absuelto. Nunca, hasta hoy, me 
atreví a preguntar. Quizá por eso odio los teléfonos y los timbres de 
las puertas.
Como he dicho en otras ocasiones, esto que acabo de contar brevemente es 
lo menos doloroso que puede narrarse de aquellos años. Otros, 
indiscutiblemente, lo pasaron peor, mucho peor. Lo sé. Me limito a 
contar lo que viví de primera mano. En mi caso, fue solo una pequeña 
humillación. Una más en una larga serie de pequeñas y cotidianas 
humillaciones. Lo que me interesa destacar es que no siempre el mal, 
incluso en su monstruosa banalidad, adopta la forma del holocausto. 
Existe un imperceptible campo de concentración de la vida vulgar, una 
lentísima cámara de gas que apenas se distingue entre los cientos de 
problemas de cada día. El mal a veces se asoma de forma imperceptible y 
ordinaria, sin deux ex machina y sin música de Wagner.
Por ejemplo, todavía en los años ochenta, avanzados los noventa, quienes 
habían contraído el vih/sida se vieron forzados a permanecer en lo que 
se conoció como "sidatorios", en las afueras de las grandes ciudades. 
Algo semejante a los leprosorios de la Edad Media. Creo saber que por 
alguna piadosa disposición no se les colocaron campanillas al cuello.
Aún recuerdo la noticia del primer muerto por sida, en la primera plana 
del periódico Granma. Ignoro si en efecto era el primer muerto por sida, 
o el primero del que se daba noticia. En cualquier caso, había en la 
información algo destacado, algo que podría habría parecido insustancial 
y no lo era: el fallecido se desempeñaba como diseñador de algún grupo 
de teatro, hacía poco había estado de gira por Nueva York. "Diseñador", 
"grupo de teatro", "Nueva York". Indiscutiblemente, no había ingenuidad 
en la noticia. Las palabras escogidas apuntaban a una fundada suspicacia.
Para nuestra dicha o nuestra desgracia, el tiempo pasa. Y ahora mismo, 
¿se diría que la situación del homosexual cubano ha mejorado con los 
años? Quizá. No tanto por un cambio de mentalidad, como por una 
estrategia, por la calculadora necesidad de adaptar los viejos esquemas 
a los nuevos tiempos. "Es preciso que todo cambie para que todo siga 
igual", como enseñó aquel personaje tan lúcido del príncipe de Lampedusa.
Por eso, hemos podido leer en La Jornada a un debilitado y envejecido 
Fidel Castro, desentendiéndose del asunto y pidiendo tímidas disculpas. 
No sabía lo que sucedía (como si eso fuera creíble), y pasemos página 
(como si eso fuera posible, sobre todo para aquellos a quienes se les 
fue la vida en aquellos años). Pero ¿habrá que admitir que en ese 
resquicio de cambio −para que nada cambie−, se alcanza el logro mínimo 
de que la vida sea un poco más llevadera?
Aun cuando se desconfíe y concluya, con razón, que institucionalizar la 
homosexualidad, pasarla por el filtro de una entidad oficial, es el 
mejor modo de fiscalizarla, de mantenerla bajo el control absoluto, 
supremo, férreo de un Estado que no cede ni un ápice de autoridad, cabe 
convenir que, desde un cierto punto de vista, la "tolerancia" del 
CENESEX es preferible a la "intolerancia" de la "conducta impropia" y de 
los campos de concentración.
Será, en cualquier caso, una más de nuestras pírricas victorias. Todo 
puede reducirse a la triste comparación con aquel sabio de Calderón que 
recogía las sobras del sabio que lo precedía. La resignación, la 
indolencia, esas posturas que tan bien hemos aprendido, sugieren que un 
gay cubano de hoy vive con menos agobio que un gay de los años sesenta y 
setenta. ¿Será esta una mirada que decide situarse en lo útil? ¿Será que 
la mansedumbre conduce al cinismo?
Como ha destacado Didier Eribon en su Reflexiones sobre la cuestión gay: 
"el mundo es 'insultante' porque está estructurado según jerarquías que 
llevan consigo la posibilidad de las injurias". De modo que esa 
"estructura" demanda un alerta constante, una permanente provocación. La 
denuncia y el empleo inflexible de la información que las nuevas 
tecnologías permiten.
Y, claro está, debemos tener siempre presentes las palabras de Hannah 
Arendt: "Mientras existan pueblos y clases difamados, se repetirán 
nuevamente en cada generación, con incomparable monotonía, las 
cualidades del paria y del advenedizo, tanto en la sociedad judía como 
en cualquier otra".
Barcelona, febrero de 2012.
http://www.diariodecuba.com/cuba/9786-de-guinoles-hogueras-y-pajaros
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