Aquellos maravillosos años setenta
Para mí, alguien que nació en 1971, es comprensible que los setenta no
puedan darme más que la impresión de un mundo perdido
José Gabriel Barrenechea, Santa Clara | 21/02/2017 11:06 am
Hace unos meses el poeta Idiel García, el editor Jorge Luis Rodríguez y
yo fantaseábamos en el Café Literario de Santa Clara sobre la época en
que nos habría gustado venir al mundo. Sin pensármelo dos veces afirmé
que no podía estar más conforme con el momento en que me tocó nacer,
pero que a su vez, si es cierto que tras la muerte vamos a dar a la
Eternidad, preferiría encontrar allí a Dios en pantalones de campana,
rigiendo unos imperecederos años setenta.
Los setenta no solo son algo así como mi utopía actual, sino también una
época en que estas me lo llenaban todo. Aquellos días tienen para mí por
sobre todo el fuerte influjo de los discursos utopistas de mi viejo, por
entonces solo en camino de la vejez. Recuerdo nuestros paseos de
atardecer: en ese fugaz cambio nuestro de la luz a la sombra me armaba
mundos maravillosos por venir, sociedades de la ciencia, la claridad y
el orden, el predominio de la razón y el diálogo, mientras que de los
televisores de las casas nos llegaban las notas siempre futuristas de
Tubular Bells, que alguien allá en La Habana había escogido como tema
musical de un programa sobre la historia y en general la cultura humana
(Escriba y Lea).
Era, claro está, la muy particular interpretación de mi viejo de la
pretendida futura sociedad comunista, pero que, raro en aquellos años de
desbocado culto a su personalidad, nunca incluyó ninguna referencia al
Comandante, de quien más tarde he adivinado que mi padre siempre tuvo
sus reservas, quizás desde los mismos primeros años de una revolución a
la que no obstante se dedicó en cuerpo y alma. Y es que la estatua de
medio kilómetro de altura que Fidel Castro siempre soñó le levantarían
en el comunismo los pueblos agradecidos, no estuvo nunca incluida en la
imagen que de aquella sociedad mi padre me armó en la cabeza.
Con toda esa sensación de confianza en el futuro, y por tanto de
seguridad presente, no demoraron en barrer los recién llegados ochentas.
Cuando frente al televisor, en medio de la ceremonia de clausura de los
Juegos Olímpicos de Moscú, lloré al ver como su mascota, el oso Misha,
se elevaba en los aires de uno de esos dilatados crepúsculos moscovitas,
sé que de alguna manera el niño de nueve años que entonces era ya intuía
que algo había desaparecido definitivamente en aquel largo verano que
comenzó con los infames pogromos del Mariel.
Mas aclaro que los setenta no solo son mi Reino Perdido de las Utopías,
el que una turba de energúmenos vociferantes tal vez pensó que podría
arrebatarme para siempre con sus: "¡Qué se vayan!", sin que a la larga
consiguieran hacer que me abandonaran. También me resultan algo así como
el último refugio simbólico de la vida que se vive, y no de la que se
malgasta en la representación.
Por entonces todavía no se había impuesto esta vida artificial,
plástica, en que hoy nos hayamos enredados todos en el planeta. Incluso
o por sobre todo en este supuesto bastión de la resistencia
anti-banalidad, según ese ridículo y banal señor con cabellera, barbas
de dios griego y triste realidad de estricto Bacinillero Real: su
Excelencia el Conde de los Bitongos y Marqués de los Gatos Alados, Don
Abel Prieto.
De hecho, es la rebelión de los setenta contra este mundo, por entonces
todavía en avance, otro de los aspectos que me hacen preferir a esos
años cual posible refugio de mi eternidad.
Reconozco que hay bastante de subjetividad en esta representación. Para
mí, alguien que nació en 1971, es comprensible que los setenta no puedan
darme más que la impresión de un mundo perdido en que todo estaba como
acabado de estrenar y sin todavía haber sido vulgarizado por el trato de
la cotidianidad. Un mundo sublimado por esa maravillosa máquina de
ensueños que es la memoria humana, muy diferente de este que me resulta
demasiado presente como para verle el detalle y sufrirle sus defectos.
Los setentas son en consecuencia esa especie de límite más remoto de
palpabilidad al que en este caso estoy constreñido, y que por lo tanto
admito me hace representarme a esos años de una manera harto deformada.
Pero más allá de la influencia deformante de mi subjetividad en la
percepción de esos años, no creo que nadie se atreva a negarme que estos
fueron algo así como un oasis, quizás el último, antes del triunfo del
plástico. Los setenta resultan así de una reacción vital a la vida
encartonada de la posguerra, demasiado preocupada por la representación
y el estatus, pero por sobre todo a los años cincuenta, aquel preludio
anticipado de la metrosexualidad contemporánea. Una década jovial que
comienza para mí en Woodstock, en agosto de 1969, y termina como ya he
dicho con los Juegos Olímpicos de Moscú y aquel gran globo del oso Misha
camino de los cielos de la Perestroika y todas sus desilusiones.
En los setenta aún se les oía pontificar a las mujeres que: "el hombre
como el oso, mientras más pelú, más hermoso". Y es que en aquellos años
no había que vivir pendiente de echar por el retrete una parte
considerable de nuestro tiempo de vida junto con todos y cada uno de
nuestros vellos corporales. Pocos hombres gastaban por entonces el
escaso tiempo de vida en rasurarse hasta el más inaccesible centímetro
cuadrado de piel. Recuérdese que Mark Spitz se había tirado a las
piletas de las Olimpíada de Múnich con melena, bigotes y sin afeitarse
ni tan siquiera los sobacos, en un claro desafío a lo hasta entonces
establecido. No obstante lo cual, así y todo, ganó 7 medallas de oro,
imponiendo de paso también 7 nuevas marcas mundiales.
Mas entiéndaseme bien. No me niego a eso de las afeitaderas y los
afeites por algún estúpido rezago "viril", o por alguna creencia en
algún siempre difuso concepto de la "hombría". El problema está en que
no concibo, ni atrás ni alante, que un ser mortal se gaste el tiempo que
he visto se gastan los adolescentes y no tan adolescentes de ahora para
desprenderse hasta de los pelos del culo. Nunca he tenido nada en contra
de dormir por el aquello del tiempo que supuestamente se pierde en los
brazos de Morfeo, por el contrario, he encontrado en el sueño un pasable
sucedáneo para las grandes ilusiones que los días con su paso inexorable
me achican más y más, pero si me espantan los cálculos que he hecho de
lo que gastará en su vida cualquiera de estos metrosexuales en su
acicalamiento diario: No menos de 3 años de una vida de 80.
En los setentas a un joven semejante gasto de tiempo le hubiera parecido
una aberración: Había por entonces mucha vida real que quemar, muchas
novedosas sensaciones que experimentar, y no tanto plástico y
virtualidad como ahora. Bastaba entonces con un único blue jean, lavado
a los meses si es que no se lo botaba antes de hacerlo, sin la
atosigante obsesión del adolescente actual por tener escaparates y más
escaparates de ropa. Los cientos de metros de tela de hoy eran
sustituidos simplemente por una melena hirsuta y un bigote, de los
llamados "manubrio de bicicleta".
Esa concentración de la existencia humana en el interior, para desde
allí seguir atentamente las sensaciones con que un mundo todavía no tan
tecnificado nos bombardeaba, acompañada de la meticulosa exploración de
los espacios propios, esa preferencia más por la cualidad que por la
cantidad, por la sensación que por la representación, se manifiesta en
la expresión cultural más popular: la Música. Eran tiempos de Pink
Floyd; Emerson, Lake and Palmer; Yes; Genesis; Jethro Tull; Led
Zeppelin, Kansas… No en balde nunca antes ni después la complejidad en
este arte ha estado de moda ni tan siquiera en una fracción de la que lo
estuvo en aquellos años.
Envejezco, y la mejor muestra es que mis ansias de progreso, de mundos
maravillosos por venir, de sociedades de ciencia, claridad y orden, de
predominio de la razón y el diálogo, comienzo a identificarlas con un
tiempo pasado y no con alguna utopía. Ciertamente en los setentas
Tubullar Bells o The Dark Side of the Moon no me inspiraban nostalgia
por un tiempo ido, sino ensueños futuristas.
Nada, que quizás mi preferencia por los sesenta es una muestra más de
que también yo, a semejanza de mi viejo por aquellos años, debo comenzar
ya a responderle a quienes me preguntan: ¿Para dónde vas?, con un
resignado "para viejo".
Source: Aquellos maravillosos años setenta - Artículos - Opinión - Cuba
Encuentro -
http://www.cubaencuentro.com/opinion/articulos/aquellos-maravillosos-anos-setenta-328679
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