El paternalismo mata la creatividad
ELIÉCER ÁVILA, La Habana | Agosto 27, 2016
Cuando era pequeño, el asma estuvo presente en mi vida durante varios
años. Recuerdo que mi abuela no me dejaba salir de casa si apenas estaba
nublado; también tenía que andar con zapatos y medias gruesas aunque
todos los niños del barrio corrieran descalzos por los terraplenes
llenos de charcos, donde se podía experimentar el placer de sentir el
fango atravesando los dedos de los pies.
Abrigos, frazadas y mosquiteros no lograron que mejorara mi condición de
salud. Sin embargo, un profesor de deportes sí logró el milagro no solo
de una mejoría, sino de la cura definitiva de este padecimiento que
martirizó casi toda mi infancia.
En contra de la opinión de mis allegados, el entonces estudiante de
Cultura Física que para nosotros siempre sería Loriet, nos enseñó a un
grupo de adolescentes de séptimo grado que "el cuerpo y el espíritu
pueden ser moldeados por una fuerza superior a todas las enfermedades o
limitaciones, una fuerza transformadora y descomunal, llamada voluntad".
Al principio esas palabras sonaban extrañas y distantes para nosotros.
Solo años después entendimos su significado.
Comencé los entrenamientos de taekwondo ahogándome cada vez que corría
20 metros o hacía 10 planchas. Al no poder respirar miraba hacia todos
lados para acercarme a la persona que más cerca estuviera, supongo que
en busca de algún apoyo para sentirme más seguro. En alguna ocasión,
hubo quien recriminó al profe diciendo: "¿Usted no ve que este niño está
morado?". Sin embargo, Loriet no mostraba la mínima lástima o
preocupación, por lo menos de forma visible. Solía decirme más bien:
"Ninguno de ellos te puede ayudar, solo lo puedes lograr tú mismo, el
problema es tuyo y tienes la opción de superarlo, pero tienes que
trabajar duro, aprender a respirar, a recuperarte sin ceder y continuar
avanzando. Te prometo que esto no durará para siempre". ¡Y así fue!
Al cabo de dos años, mi salud dio un cambio radical. Podía soportar
tardes enteras de entrenamientos y combates, sumé la práctica de pesas
con el profesor Mario (el fuerte) e incluso participé en algunas
competencias municipales de ambas disciplinas. Para la llegada del
chequeo médico del "verde", como se le dice al Servicio Militar
Obligatorio, ya nadie se acordaba de mis noches en terapia intensiva
desayunando, almorzando y comiendo aerosol con hidrocortisona. Pasé cada
prueba y se me dio la condición de "Apto 1", o sea totalmente listo para
los rigores de la preparación militar, que por suerte me fue conmutada
en su mayor parte por la "misión" de enseñar física y matemática en un
preuniversitario, dada la falta de profesores que la provincia
experimentaba y mis notables resultados docentes.
Luego seguí practicando ocasionalmente el taekwondo, incluso en la
universidad. No gané muchas peleas en competencia, pero siempre me sentí
orgulloso de haber vencido mi propia vulnerabilidad natural.
Hago un poco de mi propia historia para hablar de algo mucho más
importante que no concierne solo a mí, sino a todos los cubanos nacidos
en la Isla después del 59. Me refiero al falso paternalismo que todavía
hoy sigue asumiendo el Gobierno con el pretexto de protegernos, cuando
en realidad nos priva de la posibilidad de explotar nuestras fuerzas
individuales y, en su conjunto, como nación.
Desde hace cuatro generaciones, llevamos puesto un paraguas contra la
propaganda extranjera, un abrigo para evitar las desviaciones
ideológicas, unas medias anticonsumismo, unas gafas a prueba de
información diversa y un potente aerosol que mata cualquier germen de
creatividad personal o inspiración para el emprendimiento.
Aún hoy, cuando los tiempos han cambiado, el mundo ha cambiado, la gente
ha cambiado, todavía aparece en la televisión una joven periodista
alertándonos de los "graves peligros" que traen consigo las "llamadas
sociedades interconectadas", como la "pérdida de privacidad" o "la
enajenación provocada por el juego Pokemon Go", cuando la inmensa
mayoría de los cubanos no han podido acceder ni a un teléfono fijo.
Nada es más aconsejable para manejar cualquier herramienta que usarla de
manera natural y cotidiana. La falta de práctica de nuestros ciudadanos
respecto a los elementos básicos que caracterizan a las sociedades
modernas es visible en la conducta que asumimos al vernos expuestos a un
entorno donde se requiera el mínimo esfuerzo personal para encontrar
soluciones o respuestas por nosotros mismos. Simplemente, no estamos
acostumbrados a resolver nuestros problemas sin depender de algo o de
alguien.
Durante mi último abordaje de un avión en el aeropuerto José Martí de La
Habana, observé detenidamente la conducta de varias personas,
especialmente de los que debían tener entre 50 y 60 años de edad.
Cubanos que apuesto tenían algún título universitario eran incapaces de
interpretar los carteles, señales o indicaciones de cualquier tipo en el
aeropuerto o dentro del avión. Ante la simple cuestión de buscar una
puerta de embarque o un asiento identificado por un número, la reacción
primaria no era intentar entender los símbolos y señales, sino que
optaban por preguntar constantemente hasta el mínimo detalle,
esgrimiendo el argumento más fácil para su inseguridad: "Es que yo no
estoy acostumbrado a estas cosas".
Algo muy distinto me llamó la atención cuando salí por primera vez de
Cuba y conviví cuatro meses entre europeos. Allí la gente pasaba varios
minutos frente a un mapa en una estación de tren o configurando una
aplicación móvil que le ofreciera la información que necesitaba, pero
rarísima vez cedía sin esforzarse primero a la tentación de preguntar o
quejarse. Esa actitud de facilista despistado es muy mal vista en
general y, por el contrario, existe un respeto o casi un culto a la
capacidad de gestión propia, a la iniciativa y el talento para
desenvolverse con soltura en cualquier circunstancia. Pues allá y en
otras partes del mundo (casualmente las más desarrolladas) es la
autonomía y no la dependencia lo que se ha instaurado como valor en la
sociedad.
No es raro ver a tres adolescentes francesas desembarcar cómodamente en
Latinoamérica con un mapa y sus mochilas, en franco contraste con un
ingeniero cubano que aterriza en París y si no lo van a recoger se puede
morir de frío sin atreverse a interpretar el sistema de metro por sí mismo.
Pudiera citar miles de ejemplos cotidianos de cómo se manifiesta nuestra
personalidad dependiente, pero lo esencial de la reflexión que deseo
compartir está en que no es un cambio de sistema lo que va a traer en
Cuba un cambio de actitud en los ciudadanos y, por ende, una mejor y más
próspera sociedad, sino al revés: sin un cambio en las personas, en sus
expectativas, valores y comportamientos, no podrá ser superado jamás el
sistema y sus efectos. Porque el sistema no se constituye solo de un
Gobierno y un paquete de leyes, sino que consiste en el conjunto de
creencias, mitos, esquemas y conductas que asumimos a diario aceptando y
resignándonos a padecer como crónica una enfermedad que puede ser
superada con un mínimo de riesgo y esfuerzo individual de cada uno de
nosotros.
Un sistema político totalitario y represivo puede asfixiar a una
sociedad como el asma a nuestros pulmones. Si nos despojamos de los
abrigos, las medias gruesas y los mosquiteros de los que dependemos y
salimos a correr, a descubrir y enfrentar nuestros obstáculos,
seguramente descubriremos lo increíble y maravilloso que se siente poder
respirar profundamente todo ese oxígeno que siempre estuvo ahí,
esperándonos.
Source: El paternalismo mata la creatividad -
http://www.14ymedio.com/opinion/paternalismo-mata-creatividad-Eliecer_Avila-Somos_-Cuba-cubanos_0_2061393846.html
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