Elena Ruz con vaselina
NÉSTOR DÍAZ DE VILLEGAS | Los Ángeles | 26 de Junio de 2016 - 10:06 am.
Hace muchos años existía en Coral Way, en Miami, una hermosa cafetería
donde los camareros llevaban lacito y delantal blanco. Hombres serios de
guantes y bonetes despachaban emparedados hechos a la orden con
auténtico jamón serrano, lechón criollo, queso holandés y pan horneado
en la misma panadería del establecimiento.
Los clientes hacían cola detrás de cada asiento. El que quisiera
almorzar allí debía armarse de paciencia: larguísimas filas confirmaban
la calidad de la comida; el Elena Ruz, especialmente, (pechuga de pavo,
queso crema y compota de fresa), merecía cualquier sacrificio.
El nombre de ese antiguo establecimiento era el Latin American —no
confundir con las malas imitaciones posteriores—, y quien nunca llegó a
sentarse en una de sus discutidas banquetas tampoco sabrá a qué sabía un
sandwich cubano.
Con lo anterior quiero decir que Miami ha cambiado y que en algunos
aspectos no es ni la sombra de lo que fuera. Sin embargo, aquel otro
Miami más elegante y auténtico vivía en estado de guerra permanente, una
batalla que era la prolongación de la lucha revolucionaria. En los años
70, y hasta mediados de los 80, la Revolución Cubana aún podía
considerarse un conflicto caliente. Los pistoleros que habían
participado en la insurrección, emigraron a Miami y allí continuaron la
guerra santa por otros medios.
Podría dar muchos nombres: baste mencionar a Posada Carriles, Tony
Cuesta, Nazario Sargén y Orlando Bosch, retaguardia del Movimiento 26 de
Julio en el exilio. Ni siquiera una escritora tan astuta como Joan
Didion advirtió, en su magnífico libro —Miami (Simon and Schuster, Nueva
York,1987), esta prolongación patológica, la metástasis del castrismo.
Didion vio a unos forasteros armados hasta los dientes, complotando día
y noche, unos forajidos sin relación alguna con el sistema político
norteamericano. Para ella, el balneario donde Elvis Presley estrenó su
Corvette rojo se había desprendido de la plataforma continental. Miami
era una isla a la deriva, no una localidad sureña en tierra firme. Pero
la realidad resultaba ser mucho más sórdida y cinematográfica: los
terroristas no eran agentes libres, sino zombis de Castro, unos muertos
vivos que continuaban marchando ciegamente hacia la victoria siempre.
Ese Miami cruel, victorioso y enloquecido ya no existe. Emilio Milián,
locutor de la WQBA en los años 70, perdió las piernas en la explosión de
un carro bomba, solo porque osó discrepar de la línea dura del exilio.
Pero hoy puede verse a Reinaldo Taladrid, presentador estrella de la
Mesa Redonda, tomando café en el Versailles, acompañado de la feliz
retaguardia procastrista. ¡El honesto Milián debe estar revolviéndose en
su tumba!
Nos embarga la sensación de que todo fue inútil, que nada fue real, que
La Habana y Miami afloran juntas de una prolongada pesadilla. Tal vez
vivimos todo el tiempo en la cabeza de Fidel Castro. . . pero solo los
miamenses se resisten a despertar.
Miami soñó con la entrada de la Quinta División de Infantería en La
Habana —y no niego que hubiese sido un espectáculo sublime—, pero, de
todos modos, el Exilio (con mayúscula) triunfó. Su perseverancia
ejemplar, sus miles de muertos, sus heroísmo, su tan cacareado
martirologio, su instinto patriótico, su doppelgänger nacional,
consiguió penetrar a la larga el castrismo. El Exilio entró con
vaselina, no con tanques de guerra, en lo profundo de la dictadura.
Miami se va resignando a su victoria, aunque sin llegar a entenderla. No
esperaba que el triunfo significara ver a los hijos de los tenientes
coroneles estudiando en FIU, pero así es. El arquitecto Rafael Fornés ha
dicho que el crucero Adonia, de la empresa Carnival, es la primera
intervención arquitectónica yanqui en Cuba. Ocupa dos cuadras de muelle
con su perfecta organización social, económica y artística. Pero los
miamenses todavía dudan que un transatlántico sea más poderoso que un
portaaviones.
En estas nuevas condiciones favorables reaparece Eduardo Arocena y sus
Omega 7 (no confundirlo con el autor del "Se me perdió el bastón"). El
arma predilecta de Arocena no era la vaselina sino el trinitrato de
glicerina. Ahora que el espía Antonio Guerrero expone en las galerías de
Wynwood, ha llegado el momento de reconsiderar a Arocena, de reevaluar
su importancia y su lugar en la nueva sociedad. Como el de las acuarelas
de Tony Guerrero, el valor de cambio de Arocena y Omega 7 ha subido
espectacularmente. Después de mantenerlo tres décadas en la oscuridad de
un calabozo ahora puede canjeárselo, tal vez por la sobrevalorada
villana Ana Belén Montes.
Sobrevalorados terroristas, sobrevalorados almendrones, sobrevaloradas
ruinas de La Habana: el valor vuelve a ser el protagonista. Mientras que
el precio del castrismo ha caído, el rubro Miami se ha estabilizado.
Ahora solo queda apostar por el futuro, aún cuando ese futuro esté en el
pasado y requiera el regreso, quizás no a "una hermosa plaza liberada",
sino a uno de los sobrevalorados paladares, las fondas mediocres que
cobran en dólares y piratean cubiertos, moblaje y clientes de Miami.
Así las cosas, no está nada mal que Cuba aspire a ser lo que fue Miami:
un lugar cruel y enloquecido que no supo qué hacer con sus militantes,
sus veteranos y sus victorias. Porque el modesto regreso del Elena Ruz
al menú de La Guarida será, sin dudas, el evento que marque el triunfo
del Exilio.
Este artículo apareció en el blog NDDV. Se reproduce con autorización
del autor.
Source: Elena Ruz con vaselina | Diario de Cuba -
http://www.diariodecuba.com/cuba/1466897049_23377.html
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